Teníamos ganas de pegarnos un buen concierto y revisando el programa del Concert Music Festival de Sancti Petri nos cuadró bien la fecha de Diego el Cigala. La parafernalia del viejo poblado marinero no tiene nada que envidiar al Starlite marbellí: buena organización, zona lounge, amabilidad y botellines de agua a dos euros. Y levante, todo hay que decirlo, lo que se curaba con una rebeca o jerseicito. El escenario era imponente y estaba franqueado a ambos lados por magníficas pantallas de televisión de un tamaño elefantiásico cuya definición permitía apreciar los pelillos del bigote de una mosca. Y de un Cigala. "No es no", afirmaba el vídeo anterior al comienzo del concierto, tras las obligatorias recomendaciones anticovid.

Chapu Apaolaza concluiría que el recinto presentaba algo más de media entrada cuando el torero salió al ruedo, bien acompañado por una banda de músicos de un nivel estratosférico: piano, caja y percusión, violoncello, guitarra flamenca y palmeros. Cuando un superclase se rodea bien, las cosas funcionan a la perfección. Elegantísimo, bien abrigado por un amplio foulard, el Cigala repasó los distintos palos de su repertorio, desde las gardenias hasta las lágrimas negras, pasando por algunos clásicos del flamenco, como el de la piedra que perdió su centro. El talentoso cantaor rindió mejor que un lateral zocato y nos hizo pasar un buen rato (atención a la rima interna).

Si no fuera por la gente, claro.

Porque el problema de que haya pocos conciertos, de que se suspendan, de que suba la tasa de incidencia del coronavirus y sigamos contagiándonos es la gente. Da igual que sea de los que les regalan los tatuajes o esos veraneantes de acentos lejanos que al parecer tienen derecho a todo en este, su safari por el norte de África. Canis o pijos, da lo mismo. Todos ellos se escaqueaban del noble y bello arte del uso de la mascarilla protectora.

A nuestra izquierda se ubicaron en sus asientos dos mujeres, posiblemente madre e hija, y la muchacha parecía haber comprado una cerveza con la única excusa de retirarse la mascarilla y poder así ver sus historias de Instagram con la BSO del Cigala de fondo. Tres, cuatro veces tuvo que venir el personal de la organización a exigirle que se pusiera su mascarilla. La emperifollada joven tosía a boca llena porque aducía ser asmática. Sólo la amenaza de la Guardia Civil selló su rostro. Pero es que a su izquierda una parejita algo finolis -llamémoslos Ken y Barbie- se hacían fotos y selfies sin cesar, con el rostro descubierto, claro. Y, dos filas por delante, un aspirante a cantaor de chiquero con mochilita espaldera estuvo a pique de llevarse una multa para casa de la cantidad de veces que tuvieron que ir a visitarlo los vigilantes de seguridad.

Finalmente, hagamos una mención especial al becerro que veía vídeos de reguetón en mitad del concierto. Casi se lleva una catea, por cierto. Estoy convencido de que el Cigala no bajó a cantarle las cuarenta porque tenía bajito el cuerpo. No en vano, durante todo el espectáculo estuvo hidratándose con Aquarius de naranja con cubitos de hielo.

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