Esta vida, con sus pros y sus contras, con sus buenos momentos y sus malos, con pandemia y sin pandemia, tiene algo inmutable, algo que no depende de nosotros. Tiene cosas que encontramos en el camino, las cuales dependen de todo menos de nosotros.

El Puerto, El Puerto ya de por si es una de esas entidades que no depende de nosotros, existe, es, y aunque podamos engrandecer, abandonar, modificar, goza de una serie de elementos o momentos que se escapan a la lógica, a lo comprensible, y que nos hacen sentir que a veces, quizás mas de las que deberíamos, hemos de abandonarnos, dejar la mente en blanco y disfrutar.

De entre todas, me quedo con ese olor a atardecer, da igual el lugar, pues es el momento, con un cielo cargado de luces, y una brisa, suave y agradable que me trae mil sabores, azules, blancos, verdes, dorados… poco a poco el reloj va anunciado que llega la noche, y, aun así, un enorme corazón domina aun los cielos del Puerto, negándose abandonarnos.

Es un momento parecido a la despedida, esa despedida interminable a la que un beso sigue otro, pues aun sabiendo que mañana se volverán los labios a juntar, los corazones se niegan a separarse. Aun así, lo irremediable termina en una explosión, una explosión maravillosa que poco a poco se va perdiendo en un horizonte verde, azul, dorado, o salpicado de terrazas de mil colores.

El Puerto, como millones de lugares más, envuelve el corazón en su infinito, se deja iluminar en la distancia… su blanca soledad se vuelve roja… y en un último beso entre las olas se tiñe de pasión el horizonte. Antes de que pueda alargar mi mano para tocar los cielos, el alma se esconde tras mi vista, dejando el olor de su recuerdo en forma de guedeja sonrojada. Cuando todo acaba mi corazón se llena de paz, son momentos en los que nada perturba el paso del tiempo, y en mi mente solo un pensamiento, ni el sol quiere marcharse de El Puerto, por eso le regala atardeceres de ensueño.

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