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Análisis

José Fernando Gabardón de la Banda

Murillo y Cádiz

La mala fortuna hizo que resbalara del andamio en el que estaba pintando

Nos situamos en una de esas tardes en la que el sol se sumerge en la lejanía del horizonte atlántico que surca la ciudad de Cádiz, y que durante milenios ha sido testigo por sus ancestros fenicios, romanos, árabes, cristianos o mudéjares, y sigue siendo hoy la admiración de vecinos y foráneos, y da lugar al más bello espectáculo visual emprendido por la naturaleza en la costa española.

No sabemos si aquella tarde de 1680 el genial pintor sevillano Bartolomé Murillo estaría contemplando desde alguna de las ventanas del recinto conventual de los Capuchinos la magia visual de aquel espectáculo natural que todos los días se sucedía en aquella ciudad bañada por el océano, repartiendo luz y esperanza a una ciudad que a final del siglo XVII vivía un periodo de crisis económica. Murillo ya era un hombre de renombre en la creatividad artística, y gracias al magnífico trabajo realizado para los capuchinos de Sevilla años anteriores, entre 1665 y 1666, sería contratado por la propia orden para que dejara huella de su creación en la realización del retablo mayor de su iglesia. La llegada a la ciudad no cabe duda que debió de ser un acontecimiento, un hecho notable ya que como reconoce la tradición, el pintor se instaló con su taller desde septiembre de 1680 hasta 1682.

Quién podría decir que lo que pudo ser una anécdota se convertiría en el detonante del final de la vida del pintor. La mala fortuna hizo que resbalara del andamio en el que estaba pintando en ese momento el lienzo de los desposorios de Santa Catalina; cuadro central del conjunto escénico que delimita el retablo mayor. Una anécdota rechazada por algún sector actual de la crítica artística, aunque corroborada por un gran número de eruditos. Aquello no fue obstáculo para incorporar a la ciudad de Cádiz en la muerte del genial pintor, referente final de una brillante carrera creativa.

La historia pasó de boca en boca por generaciones de gaditanos, generando un verdadero entusiasmo popular. En 1861 fue convocado un concurso en el que se pedía que plasmaran la escena vital de la caída del pintor desde el andamio del retablo principal. El concurso lo ganó un pintor madrileño, Alejandro Ferrant y Fischermans (1843-1917), presidente de la Sección de Pintura de la Real Academia de San Fernando, con el título Murillo siempre será admirado. Un segundo premio recaería en el pintor José Marcelo Contreras Muñoz, hoy adquirida por la colección Bellver de Sevilla. Y quizás la más conocida, que hoy conserva el Museo de Bellas Artes de Cádiz, y que no consiguió ningún premio, fue la realizada por Manuel Cabral Bejarano (1827-1891).

Fueron las obras inacabadas las más renombradas, las que más huella dejaron en el tiempo; en el alma de la historia de las ciudades. Quizás Murillo nunca llegó a la ciudad, quizás fue sólo la aprensión de un tiempo en el que la leyenda imperaba en el alma de la sociedad. Quizás nunca sabremos con seguridad cuáles fueron las pinceladas directas que realizó Murillo en la composición central de los Desposorios Místicos de Santa Catalina, que acabaría Meneses Osorio. Quizás Murillo contemplaba en ese instante el atardecer de la Caleta. Quizás estaba contemplando el cénit de su vida.

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