Seguramente nuestros antepasados más progresistas soñaban con un futuro brillante. Una sociedad abierta, plural, tolerante y culta. Menos mal que no nos sobrevive ninguno, y es que los sueños, sueños son, unos más frustrantes que otros. Aunque la realidad supera a veces la más visionaria de las fantasías y tenemos trenes supersónicos, impresoras 3D y Facebook, seguimos peleándonos con el vecino por las mismas cosas, eso sí, amparados por nuestros seguidores en las redes sociales, donde tienen voz legiones de idiotas, que diría Umberto Eco, que dan por bueno y útil un pensamiento único porque sí. Histéricos monaguillos del pensamiento único, eso somos. Y muchos ni siquiera se molestan en contrastar aquello que defienden o rebaten con pasión.

Fanáticos de cualquier cosa somos, extremistas los unos y los otros, siempre que no se trate de espiritualidad, claro, eso es para ignorantes, y ya no me refiero al catolicismo (conozco a muchos católicos practicantes que lo llevan en secreto). Está de moda criticar con vehemencia todo lo que huela a Dios, incluso cagarse en él, con rabia incontenible, digna del más despechado (y tonto) de los amantes. Lo veo a diario y me inquieta. Sinónimo de altura intelectual y popularidad es hablar (dejarlo por escrito, para ganar likes o una condena, lo mismo da) abiertamente de la inexistencia de seres imaginarios y de la inutilidad de los mismos, queriendo convertir a lo bestia a los demás. La inquietud ya desemboca en un miedo atroz a abrir la boca en cuestiones personales de cualquier índole.

Por ejemplo, me parecería ridículo y descabellado plantarme en la cola del Falla, o ir una tienda de Apple a insultar a todos los que están ahí desde el día anterior, con devoción, para llevarse a casa el último cacharro carísimo o la entrada para rezar a sus dioses paganos sobre las tablas, solo porque a mí me parezca una pérdida de tiempo y de dinero. Gustos y colores. Tampoco me meteré, lo prometo, con los ateos que van al homeópata o son expertos en reiki. Namasté y tal. Que hablen los otros, ¿no?

Así que cada noche seguiré, mientras el mundo discute, y retuitea insultos hasta el hartazgo, leyendo con mis hijos para sosegarnos. Entre cuento y cuento, rezaremos bajito alguna plegaria, no sé si a Dios, ése mismo que no entiende de instituciones ni curas ni tribunales supremos, ni se prodiga en internet, a la naturaleza, al flan de vainilla, o quizás a los espíritus de esos antepasados progresistas e ingenuos que nos soñaban inteligentes, para que velen por nosotros. Amén.

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