Las palabras de El Bosco

Brian Catling, artista plástico y cultivador de la ‘performance’, ha elegido el arte flamenco del siglo XVI para ‘La Montaña Hueca’, en la que ofrece un retrato alucinado y crepuscular del mundo.

Detalle de ‘El jardín de las delicias’, de El Bosco (hacia 1503).
Detalle de ‘El jardín de las delicias’, de El Bosco (hacia 1503). / D. S.
Luis Manuel Ruiz

30 de noviembre 2025 - 06:30

La ficha

La Montaña Hueca. Brian Catling. Traducción de Javier Calvo. Aristas Martínez, 2025. 400 páginas. 32,90 euros.

Como testimonia el inevitable refrán, la imagen y las palabras constituyen una asociación muy vieja, un añoso matrimonio que, igual que todos, atraviesa sus más y sus menos. Por mucho que los clásicos proclamen su igualdad y defiendan que deben ir siempre de la mano (ut pictura poesis), lo cierto es que se trata de dos canales alternativos de acceder a la realidad, con objetivos, herramientas y métodos distintos, y que apelan, según ha venido a decidir la neurología, a provincias distintas del cerebro. La imagen es certera, inmediata, imita al rayo y la bofetada, no necesita más que del brevísimo impacto de un parpadeo para aturdir la memoria; las palabras, con el fin de comprender y de explicar, se ven obligadas al largo rodeo de la sintaxis, y se extienden en el tiempo sobre el que la memoria se apelmaza: discurrir es algo que hace quien elabora un discurso, pero también el río que corre en pos de su salida final. Y aun así, decíamos, el pacto entre imagen y palabra ha dado, y sigue dando, algunas de las páginas más estimables de la literatura mundial: las écfrasis de la Ilíada y la Eneida, la emblemática del Renacimiento, ciertas narraciones del último siglo en que la novela juega a ser cámara y abundan los primeros planos y los diálogos amputados y los paisajes borrosos, como en una lente mal enfocada.

Dentro de esta colaboración, no ha sido infrecuente que el escritor busque inspiración en una obra visual, eminentemente pictórica, sobre la que edificar su relato. El ejemplo de hoy sigue esta senda: Brian Catling, artista plástico él mismo y practicante de diversas variantes de la performance, ha elegido el arte flamenco del siglo XVI, Brueghel y El Bosco, para presentar un retrato alucinado y crepuscular del mundo que, según queda patente por su prosa, carece en realidad de coordenadas temporales concretas. Pues, aunque abordado desde el prisma del género histórico, lo que aporta Catling es universal: el mal, la intolerancia y la locura que asuelan a la humanidad desde que el mundo es mundo, las zonas de sombra que rodean a la civilización aun en sus estadios más adultos, ese más allá de sentido, lo sobrenatural, que envuelve nuestra vida en la tierra y del que se alimentan la religión y también los terrores de la noche. Desde este punto de vista, podríamos decir que la novela de Catling es metafísica, o espiritual, tal vez simbólica: los avatares de sus personajes, lejos de quedarse en lo que meramente son, remiten a una trastienda de significaciones ocultas con las que a veces el intérprete no está seguro de acertar, si es que debe hacerlo.

No es este el primer título en el que el autor emprende una peripecia similar: ya en El bosque infinito (2012-2018), trilogía fantástica cuyo primer volumen publicó Siruela en España, intentaba, mediante el entrelazamiento vegetal de historias, personajes y encuentros extraordinarios, descritos en un idioma no menos selvático, alertarnos de que el universo es una jungla mucho más exuberante y enigmática de lo que tendemos a creer. Ahora, en La Montaña Hueca, resulta que ese universo es nada menos que una visión de El Bosco: alternativamente infierno y jardín de las delicias, delirio de un santo acosado por los demonios y trasunto de la locura colectiva en torno a un carro de heno, sirve de telón de fondo a una narración de alcances escatológicos con un final incierto. Sobre el papel y a primera vista, La Montaña Hueca juega a ser novela histórica y acepta deportivamente sus convenciones y registros: pero es obvio que el interés del autor se encuentra más allá de la mera descripción de usos y costumbres de una era determinada.

El relato de Catling se escora más bien del lado de la mitología. Lo sobrenatural abunda en las tres tramas que entretejen el argumento: la del pérfido Follett y su banda de criminales escogidos, los peores de la cristiandad, que han de acompañar a un oráculo repugnante a la frontera de nuestro mundo con el que le releva; la del fraile Benedict, erudito lamentable en un montón de artes, que presencia con alarma cómo nuestra realidad comienza a ser invadida por seres contrahechos, absurdos, imposibles, como salidos de la paleta del hombre de Aken (El Bosco), y que resultan haber brotado de una fisura que conecta con el infierno; la de la bruja Meg, asqueada del orden reinante, que capitanea una revuelta contra el imperio de la moral y las costumbres que sanciona la sacrosanta Inquisición. El resultado es una narración febril, de extraño temple profético, entre la novela de aventuras, el terror gótico y la revelación esotérica, que sabe recoger bien la atmósfera de los cuadros que la han inspirado: una trasposición más que cabal al orbe de las palabras de esas imágenes atormentadas que han hechizado a los amantes de la pintura durante siglos, y que seguirán haciéndolo.

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