Flamenco

Concierto de Santa Cecilia: El jondo que fuimos

  • Javier Osuna firma un cuidado espectáculo que va más allá del homenaje al centenario del concierto flamenco de hace un siglo en la academia de Santa Cecilia para hacer reflexionar sobre nuestro presente

David Palomar, Rafael Rodríguez y Jesús Méndez, como los hijos del Mellizo y el guitarrista El Pollo, el sábado en el Gran Teatro Falla.

David Palomar, Rafael Rodríguez y Jesús Méndez, como los hijos del Mellizo y el guitarrista El Pollo, el sábado en el Gran Teatro Falla. / Lourdes de Vicente

El discurso final de don Álvaro Picardo duele como un puñetazo en medio del estómago, ¡qué digo puñetazo!, duele como un ayeo por seguiriyas, duele por imprevisto, como la velocidad de las gilianas, duele como duele el fin de fiesta por bulerías, irónico, don doblez, dejándonos el moratón invisible, pero latente, del placer culpable. Y, en realidad, sabíamos que no podía haber otro final para una obra redonda, que se quedaría en el justo pero simple homenaje de un evento de hace un siglo si adoleciera de esta embiste final, de esta corná a traición, de la crítica que eleva la propuesta con la necesidad de la intención. Porque el recital dramatizado que Javier Osuna y Manuel Sánchez han ideado por el centenario del mítico concierto en Cádiz de cante jondo que instigara Manuel de Falla a modo de ramificación del concurso del 22 en Granada tiene toda la mala leche del mundo. La de ponernos frente al espejo de nuestra propia indolencia. Enseñarnos lo que fuimos para, quizás, lamentar en lo que nos hemos convertido.

Y eso hicieron en algo más de dos horas los ideólogos de la obra que la noche del sábado llenó el Gran Teatro Falla. Lo lograron, además, de la mano de un elenco que estuvo a la altura de la tarea, como lo estuvo en su día Picardo con su buen amigo Manuel de Falla cuando recibiera el encargo del maestro de organizar un concurso en Cádiz que dignificara y tuviera la intención de preservar el ancestral cante flamenco. Un evento que, acertadamente, Picardo decidió despojar de la característica de certamen para encargar la interpretación de un repertorio primorosamente escogido a artistas profesionales como lo eran los hijos del Mellizo, Antonio y Enrique, y al guitarrista Manuel Pérez El Pollo.

Este encargo y propio el recital en el que fructificó, un 18 de junio de 1922 a las 21.30 horas en un templo de la música de la época en la ciudad, la Academia Santa Cecilia, es el corazón de la obra que se sirve de un inteligente montaje escénico en el que, a través del juego de luces, la atención del espectador se va centrando alternativamente en cada una de las tres escenas que de forma permanente podemos ver en las tablas del Falla, a la sazón, la casa de Manuel de Falla en la Antequeruela (en Granada) y la casa de Álvaro Picardo, en Cádiz, flanqueando el cuadro central que ocupa el concierto de Santa Cecilia mismo.

El actor Juan Antonio Álvarez (Álvaro Picardo) y el cantaor Paco Reyes (Manolito). El actor Juan Antonio Álvarez (Álvaro Picardo) y el cantaor Paco Reyes (Manolito).

El actor Juan Antonio Álvarez (Álvaro Picardo) y el cantaor Paco Reyes (Manolito). / Lourdes de Vicente

Por si fuera poco, la almendra de este montaje está revestida por un agradecido audiovisual sobre el contexto social y político con imágenes del Cádiz de primer tercio del siglo XX, a modo de prólogo, y la pedrá entre los ojos que nos tumba de pena y nos levanta con la visión de la revelación, como epílogo. Vocación didáctica, intención crítica y corporeidad artística. Casi

De hecho, el artefacto artístico no funcionaría sin un plantel protagonista que se ajusta a lo que se espera de él, y más aún. Y es que si el actor Juan Antonio Álvarez (Álvaro Picardo) brilla sobremanera en la piel del prócer gaditano, dejándonos ya mudos en el alegato final; es imposible no fijarse en el cantaor Paco Reyes que en la piel del sirviente de Picardo, canta, declama y hace una entrada de vocero de periódico para comérselo. Debutaba en el rol de actor el artista gaditano y, a juicio de lo que vimos, no debería ser su última experiencia. También estuvo sembrado el bailaor Juan José Jaén El Junco, chófer también del burgués, que dejó su huella con alguna letra, con una naturalidad en la interpretación muy lograda y con dos o tres pinceladas de sus magníficos pies. 

En la Antequeruela, el músico Javier Galiana nos enamora cada vez que, en la piel del compositor Manuel de Falla, se sienta a las teclas mientras le da la réplica del texto (muy comedido, como parece que era el maestro) esa cristalización de la gracia gaditana (la de verdad, sin tipismos ni topiquismos) que encierra el cuerpo y la boca de Luci Vera, que interpreta a Rosario, el ama de llaves del genio musical gaditano.

El bailaor El Junco (el chófer Pepe) con el músico Javier Galiana (Manuel de Falla). El bailaor El Junco (el chófer Pepe) con el músico Javier Galiana (Manuel de Falla).

El bailaor El Junco (el chófer Pepe) con el músico Javier Galiana (Manuel de Falla). / Lourdes de Vicente

Y en el centro del mecanismo con el que echa a andar esta máquina del tiempo, los tres flamencos, los cantaores David Palomar y Jesús Méndez y el guitarrista Rafael Rodríguez (buscado o no, sus procedencias también conforman el triángulo flamenco por excelencia Cádiz, Jerez y Sevilla) que firman con destreza, sobriedad y mucha alma el repertorio de cantes que se cantara en la academia hace un siglo, dejando, además, una estampa bellísima con los cantaores tocados con sus sombreros de ala ancha en medio de la penumbra.

Duelo de seguiriyas, soleares, saetas y martinetes, comunión por gilianas, la serrana al estilo de Tomás El Nitri de Méndez que llega al alma y el polo y la caña de Palomar buscándose y encontrándose en lo que pudo hacer Curro Dulce en cada recoveco melódico del palo. Y Rodríguez, enorme, haciendo equilibrios cuando toca, jugando con el atrás y el alante de su sonanta para siempre ganar en excelencia. Tres artistas al servicio de un repertorio al que tratan con suma veneración y respeto. Eso es lo que vimos, eso es lo que escuchamos la noche del sábado en el Falla. Una propuesta digna, bien hecha, seria y con un objetivo.

Porque todo lo visto y oído en la obra desemboca en una fiesta por bulerías, maravillosa, pero que sabe a hiel tras el caramelo envenenado de don Álvaro cuando rompe la cuarta pared: "¿Que, dentro de cien años, un 18 de junio de 2022 no habrá un teatro en Cádiz lleno para escuchar este repertorio?  Sí. Cierto. Sí que hay un teatro lleno en 2022 para escuchar este repertorio, pero con matices: ¿Sois conscientes de que habéis tenido que escuchar esta selección de cantes con la ayuda de una obrilla de teatro que enmascare la gravedad y dureza del verdadero cante jondo de Cádiz? ¿Qué os pasado cien años después?... (...) ¿Qué queréis? ¿Palmitas rápidas y bulerías? ¡Perfecto! Con eso os dejo; pero que sepáis que esto es sólo una versión muy simple y adulterada de lo que fuimos"

 Lo que fuimos, lo que somos, un pueblo tan talentoso como indolente..., que nos comen la tostá...

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