Arte

Un bello análisis naturalista

  • La muestra de Magdalena Bachiller en la Sala Pescadería descubre un universo pictórico espectacular, con obras apasionantes, de gran envergadura creativa, casi museísticas

Detalle de la obra 'Paisaje naturalista'.

Detalle de la obra 'Paisaje naturalista'.

Creo que desde el año 2010 no exponía Magdalena Bachiller de forma individual en su ciudad natal. Fue entonces en la sala Cal, aquel espacio recordado por los buenos aficionados que acogió algunos de los mejores artistas de Jerez, entonces, como ahora, necesitado de buenos proyectos expositivos y de apoyo al arte contemporáneo; un apoyo de verdad y no con absurdas proposiciones de asuntos que no conducen a nada. Porque Jerez si quiere conseguir grandes metas culturales, debe abrirse infinitamente, más de cómo lo hace, a una realidad que, a pesar de las mínimas y paupérrimas acciones, goza, al menos en lo artístico, de los mejores autores que uno pueda imaginar. Pues a pesar de ello, se mira para otro lado, incluso ni siquiera se está al lado de unos creadores que están llevando el nombre de la ciudad a lo más alto de la creación Y algunos y algunas sin enterarse todavía.

Era, por tanto, una exposición muy esperada. Magdalena Bachiller es artista de gran reconocimiento y su obra está en el imaginario de muchos que la ven como lo que realmente es, artista de inmensa personalidad, con sabios planteamientos artísticos y un estatus pictórico de muchísima entidad. Era lógico, por tanto, que cerrara el ciclo que ha servido para conmemorar el 25 aniversario de la creación de la Sala Pescadería como espacio expositivo de la ciudad; un ciclo que ha contado con algunos de los mejores –Juan Ángel González de la Calle, Eduardo Millán, Nacho Estudillo, Fernando Clemente–, así como con varias exposiciones colectivas donde se ha hecho presente el gran momento artístico que vive actualmente la pintura jerezana.

La muestra que se inauguró en Pescadería –de nuevo sin catálogo porque, otra vez, los textos institucionales se han retrasado impenitentemente y no han estado en tiempo y hora– nos ha vuelto a llevar por el entusiasta trabajo de una artista dominadora del dibujo, sabia manipuladora de la tinta china para crear un universo de bellas circunstancias formales en las que se desentraña un apasionante estamento creativo con la naturaleza ofreciendo sus máximos, a la vez que íntimos, registros conformantes.

Cuando la pintura moderna busca caminos por donde circular con formas más o menos originales, donde todo no se parezca a todo, como está ocurriendo con demasiada frecuencia, la pintura de Malali Bachiller mantiene la sustancia precisa para que desarrolle una realidad distinta, personal e intransferible. Además, sostiene los estrictos argumentos donde se sustentan, bien construidos, los mejores episodios artísticos; exigencias de una plástica que, ahora, en muchísimos otros, por sus malas costumbres constitucionales, deja mucho que desear. Malali no sólo pinta con mucho criterio, sino que, asimismo, pinta muy bien, rematadamente bien. La artista jerezana siempre ha estado al margen de lo que es poco edificante en lo artístico y por eso su pintura no ha sucumbido a los burdos planteamientos que algunos quieren inferir a una plástica con poco margen de exigencias.

Malali Bachiller ha sido siempre una artista con mucha solvencia creativa. A lo largo de estos años ha demostrado que todo cuanto hacía –ella ha vivido varios momentos creativos con sabiduría y acierto artísticos– lo hacía basado en una experiencia muy bien sustentada, con la técnica asegurando posiciones y planteado una obra convencida y convincente para cuantos la contemplaba. Además, ella ha sido desde sus inicios una pintora valiente que no se amilanaba ante las comparecencias de los demás ni ante los órdagos exitosos que muchos postulaban con credibilidad bastante inestable. La artista siempre ha tenido, como única servidumbre, el acto de pintar; seguir manteniendo la visión fija en un arte en el que creía y por el que luchaba para impulsar su contundente y determinante credo.

La muestra de Malali Bachiller nos descubre un universo pictórico espectacular –el espectador se va a encontrar con obras apasionantes, de gran envergadura creativa, casi museísticas–. La síntesis, la esencia conformadora de la realidad que nos rodea, esa naturaleza que guarda aspectos enigmáticos y descubre una realidad expectante, se yuxtapone a los más poderosos argumentos visuales. En la exposición de Malali juega en un mismo terreno expresivo lo sutil y lo extremo, lo que define y su concepto impulsor, la materia viva e inquietante y el organismo que la hace posible. Por eso, su obra es estricta y abundante, máxima y mínima, exuberante y diminuta; lo presente y lo ausente diluyen sus fronteras y todo, en un ejercicio de mágicas realidades visuales. Además, nos proporciona un desarrollo técnico de mucha trascendencia con el uso de la tinta china marcando unos derroteros a los que no todos pueden llegar.

En la pintura de Malali Bachiller encontramos la arquitectura del paisaje, sus métodos estructurales, su geometría definidora; ese análisis que argumenta una realidad que ella, al final, hace bella, exuberante, distinta y apasionante. Su obra transcurre por unos espacios de gran compromiso entre lo figurativo y lo abstracto; unos espacios que marcan, sin dudarlos, las sendas de la gran exuberancia realista y la misma sutil de las esencias, eso que es mínimo para llegar a hacerse máximo.

Magdalena Bachiller, aquella Malali que empezó su expectante carrera artística cuando nosotros también empezábamos en el apasionante mundo de la crítica, es una artista en plena joven madurez; con su lenguaje bien asentado en lo mejor del arte, sin las tontas alaracas que existen en el arte contemporáneo y ofreciendo una pintura que, día a día, se hace más pasional, a la vez que apasionante.

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