Más allá del oficio

María Fernanda D'Ocón es capaz de transmitir como pocas las más diversas emociones

Más allá del oficio
Más allá del oficio

17 de abril 2009 - 05:00

Decir que María Fernanda D'Ocón es una de las más grandes actrices de nuestro teatro puede parecer a estas alturas una perogrullada. Es lo que tienen las declaraciones solemnes, que a fuerza de usarse -y, con demasiada frecuencia, gratuitamente- acaban perdiendo su verdadero significado, convirtiéndose en muletillas que lo mismo valen para un roto que para un descosido. Pero la dilatada trayectoria de esta incansable reina de la escena, cuajada de premios y de interpretaciones magistrales, restituye en esta ocasión todo su sentido al calificativo, independientemente de que quien lo aplique sea además una apasionada admiradora de la actriz, como es mi caso. Su cara redonda, sus vivaces ojos negros y su dominio de la expresión y el movimiento en la escena están ligados a mi descubrimiento del teatro, a través de la televisión, en esos inolvidables Estudio 1 que me "bebía" durante mi adolescencia y en los que disfruté de su versatilidad en una multitud de papeles de los más variados registros. Aún recuerdo la emoción que me produjo, recién llegada a Madrid para estudiar periodismo, poderla ver "en persona", en el Teatro María Guerrero, interpretando a la Benina que Galdós dibujó en su novela Misericordia y a la que María Fernanda D'Ocón -en la adaptación de Alfredo Mañas dirigida por José Luis Alonso- convirtió desde entonces en un ser de carne y hueso, cuya humanidad podía palparse, hasta el punto de que Benina ya será siempre María Fernanda.

Pasarían bastantes años hasta que pudiera por fin expresarle mi admiración y agradecimiento por su contribución a mi amor por el teatro. Fue con motivo de la representación durante tres días en Cádiz de Leticia y los peces rojos, un "mano a mano" entre María Fernanda y otra de mis admiradas actrices, Amparo Baró, en el que ambas se intercambiaban los papeles en cada función. El encuentro para la entrevista de turno fue una de esas experiencias personales que debo agradecer a la profesión. La calidez de su trato -mucho más allá de lo exigido por las circunstancias- superó con creces mis expectativas ante la posibilidad de poder al fin conversar con alguien a quien a lo largo del tiempo había acabado considerando como una vieja amiga. Y me demostró que la calidad humana de la persona superaba con mucho, que ya es decir, a la de la artista. Los horarios del Diario no me permitieron ver nunca la función completa, pero los dos días siguientes pude disfrutar del último acto y de la magistral actuación de ambas actrices en ese juego del intercambio de papeles. Al final de cada representación, tal y como me pidió María Fernanda, pasaba por los camerinos y charlábamos un rato. El último día salí del teatro con un gran ramo de flores, el que sus compañeros habían regalado a la actriz por su cumpleaños: "Yo no me lo puedo llevar, disfrútalo tú en recuerdo de nuestro encuentro".

Años más tarde, en 2002, María Fernanda D'Ocón volvía a Cádiz para recibir la Medalla de Oro de las Bellas Artes y en esa ocasión compartí con ella y con el director Miguel Narros, que también recibió la distinción, una relajada charla en la terraza del Hotel Atlántico, en la que ambos recordaron su larga amistad y sus primeros pasos en el oficio con Música en la noche, de Priestley, la primera obra que Narros dirigió y María Fernanda interpretó. Este nuevo encuentro con María Fernanda D'Ocón no hizo más que confirmar lo que había experimentado en el primero: que la grandeza y sensibilidad de esta actriz, capaz de transmitir como pocas desde el escenario las más diversas emociones, trasciende el dominio del oficio y se apoya en la generosa vitalidad de una mujer tremendamente humana, en el mejor sentido de la palabra. Esto no siempre ocurre, pero cuando sucede es un verdadero regalo.

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