La copla sencilla

Como mi abuela

Recuerdo a mi abuela María cuando yo era un niño y llegaba el carnaval. Una mujer criada en la República, que tuvo que vivir muchísimos carnavales en su propia casa, cuando su marido José ganaba premios con sus chirigotas en los 50, en los 60, e incluso hasta el día de su muerte en el 86 seguía haciendo carnaval… Como persona de otra generación, le costaba entender el humor de las nuevas chirigotas, incluyendo a las que hoy llamaríamos “clásicas”. Especialmente cuando se entraba en el humor absurdo, en la chabacanería, en los nuevos aires que había traído la democracia y el levantamiento de todos los vetos, en la renuncia al doble sentido y en la mordacidad directa, en la posibilidad de utilizar el lenguaje soez, algo impensable en el carnaval que ella había conocido, se le escuchaba decir frases como: “estas cosa de ahora a mí no me gustan un pelo”, “¿y esto es ahora una chirigota?”, “¿y tienen que decir esos borderío pa hasé grasia?”, “¿de qué se ríe la gente?”, entre otras parecidas. Jamás recuerdo, en cambio, haberle escuchado frases del tipo “esto habría que prohibirlo”, “eso no se puede cantar”, o “deberían denunciarlos”. Su frase conclusiva era “yo no escucho las chirigotas de ahora, porque ni las entiendo ni me hacen chispa de grasia”.

Hoy nos cuesta mucho ser como mi abuela. Cada generación ha tenido sus chirigoteros atrevidos que han explorado los límites de la tolerancia del público que los escuchaba. No hay espacio aquí para desgranar multitud de estos casos de todas las épocas. Y se ha demostrado que el límite no está en el humor sino en los oídos de las personas. Y es bueno que estos límites existan, puesto que forman parte de la cultura y valores recibidos, de lo que se entiende por lo que está bien o mal, lo novedoso, original, ingenioso o divertido. Pero no se puede pretender que los límites internos de cada uno se extiendan a todos en forma de reglas de prohibición, porque se bloquearía la posibilidad de que el humor fuera un poco más allá, como es su función. Y sobre todo, porque entrar por esa puerta supondría un ataque directo a la misma esencia de lo que es nuestro carnaval. Algo que resultaría inútil, porque recordemos que, incluso en la represión, los autores se saltaban la censura establecida mediante el ingenioso método del doble sentido. Así que estas medidas prohibitivas serían, probablemente, “un pa ná”.

Solo podemos limitar el humor en su recepción, y seguramente sea recomendable hacerlo, pero nunca en su producción. Que traducido resulta… “si no te gusta o no te hace gracia, no lo escuches”. Como mi abuela.

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