Doña Cuaresma

El Salmendro

Me despierta el frío. Los restos del carbón de la mesa camilla no son más que cenizas más frías que mis posaderas. Una no es que sea antigua, es que mi pensión, si es que a eso se le puede llamar así, no me da para más. Para calentarme no tengo más que mi fe en el Buen Dios y una botellita de Cacao Pico que raciono como si yo también me hubiera estrellado en los Andes con los muchachos de aquel equipo de rugby. Para encender el brasero utilizo hasta los despojos de esta cosa que llaman Diario del Carnaval, al que no le encuentro mejor utilidad que la de arder en ese fuego eterno que deseo para Don Carnal y su progenie. Con sólo escuchar la palabra febrero me entra la tiritera, más de rabia que de otra cosa, preguntándome cómo es posible que ya haya pasado un año. Mi pequeña siesta termina cuando el sol se acuesta. Aguzo el oído. Sí, ya vienen. A lo lejos. Escucho tambores de guerra, pinturas en rostros feos, mellas en bocas de las que salen gotas de saliva. Aquí están de nuevo. Tatachán tatachán tatachán... Qué espanto. Ya no me queda ni mi Juan Manzorro, que con sus requiebros hacía estos días menos solitarios. Menos tenebrosos. He perdido jirones de esperanza aguardando que alguien sepulte esta fiesta y sólo encuentro más fanatismo. Este año casi no me han dejado tragarme las uvas cuando ya estaban con el raca raca. ¡Pero si hasta hacen homenajes a gente que ni canta! He leído que a un tal Salmendro, que vuelve a casa por Carnaval, poco menos que lo veneran por llevar un portafolios y dar órdenes del tipo: Va telón. Tela del telón.

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