En el mundo de los longevos cipreses

El parque Genovés mantiene su esencia gracias a un constante cuidado que, a pesar de todo, no ha conseguido parar la corrosión de los bancos o la pérdida de hojas de los cipreses

Cipreses en el paseo principal del Parque Genovés.
Cipreses en el paseo principal del Parque Genovés.
Diego Pereira

20 de julio 2014 - 01:00

Los cipreses, con ese porte abrumador de polo de hielo veraniego, pueden llegar a vivir cerca de 300 años. Si los veinte -diez a la izquierda y diez a la derecha- que componen el paseo principal del Parque Genovés van a estar en el mundo durante tanto tiempo, será mejor no desvelar muchos secretos sentados en los bancos a los que dan sombra. Si fuera por ellos, nunca desvelarían nada, pero los avatares del tiempo son caprichosos. Y puede ser, porque ya está ocurriendo, que vayan perdiendo sus hojas, dejando ver sus raíces y destapando, así, los mensajes que tantas personas han esparcido en su regazo.

Es probable que dentro de unos años sepamos más de la gente que se sienta en el Parque Genovés que de nuestros propios familiares. Por ahora, hay al menos cinco cipreses que están perdiendo su piel. Con su esqueleto al aire libre, no sólo saben secretos de casapuerta y de amores perdidos en esos asientos. Saben de las condiciones del mayor parque de Cádiz, una zona verde que ocupa 30.000 metros cuadrados y que existe desde 1892.

Lo que los cipreses ya sabían de estas condiciones, y ahora sabe todo el que se pasee por el parque, es que de las tres fuentes que se encuentran anexas al paseo principal, la primera que existe al entrar por la puerta principal es un adorno más. Se aprieta el botón, y el botón te engaña, porque cuando esperas que el agua fluya como en una cascada, de aquella fuente solo sale nada. Nada. Para el que quiera beber tendrá que ir a la siguiente, o a la siguiente. Al menos, que de tres funcionen dos, ya es sinónimo de que algo funciona.

Cabe pensar que esto sólo sea un problema puntual y que se acabará arreglando tarde o temprano. Lo que ya no parece un problema puntual es la corrosión de las patas de los bancos que se encuentran en la zona infantil, o los arañazos en forma de declaraciones de amor que decoran el Laurel de Indias y que indican el menosprecio ciudadano a la salud de una especie cuyas hojas y corteza tienen efectos medicinales sobre magulladuras, al mismo tiempo que sus hojas resultan tóxicas si se ingieren.

El parque no sólo se compone de las 133 especies que han echado raíces en él. Aún sobreviven 10 patos, un par de tortugas y unas 70 palomas que viven enclaustradas en el palomar y a las que se les abre la puerta sobre las diez de la mañana para que despejen sus alas.

Con seguridad, son ellos -con permiso de esas 133 especies- los que más sufren la desoladora imagen de un teatro que cerró en 2008 para ser remodelado, y que después de efectuados varios retoques aún se encuentre paralizado y con la maleza comiendo las instalaciones. También son ellos los que sufren ahora mismo las obras del nuevo muro que separará a este parque del paseo de Santa Bárbara. Tanto los animales, como los cipreses, como las demás especies, esperan que el nuevo muro de cristal que se pondrá y el paseo superior que se está construyendo no tarden tanto como la reapertura del José María Pemán.

Por lo demás, es probable que sea ésta la zona verde más cuidada de Cádiz. Es la más antigua y quizá eso le haya hecho merecedora de un trato especial. Por la mañana a la labor de mantener el parque en buenas condiciones se dedican unos cinco operarios, repartidos entre cuidado del césped, poda de árboles, regado, recogida de residuos, etc.

No es algo baladí considerar que es el parque de Cádiz que necesita estar cuidado con más asiduidad. En su espacio crecen plantas de diferentes partes del mundo, como es el caso del Metrosidero que preside una pequeña plaza del parque. Esta especie, que proviene de Nueva Zelanda, se ha adaptado fabulosamente al clima gaditano. Para ello, es innegable que se necesita un mimo especial y un trabajo constante.

Son estos algunos de los secretos que los cipreses deshojados han observado. Siempre habría sido mejor que ellos no supiesen nada. Eso significaría que sus hojas vuelven a poblar su tallo. Que el verde sigue siendo el color del parque, que se mantienen tan frondosos como siempre, y no como ahora, y, sobre todo, que nunca había sido tan placentero sentarse a la sombra de aquellos árboles con forma de polo de hielo veraniego.

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