Fortaleza, defensa y necesidad de pan

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Plano y elevación del molino harinero de San Miguel. 1827 Archivo General de Simancas

06 de octubre 2025 - 06:00

EL 2 de junio de 1808. Miguel Álvarez, dueño del molino harinero de Rio Arillo, según recoge un documento del Archivo Provincial de Cádiz, escribe a su Majestad Fernando VII, una petición que da idea de la importancia de dicho Molino durante la guerra de Independencia. Una carta que describe como el Molino se había convertido en un fuerte armado con piezas de artillería en su frente y en sus costados se habían formado banquetas aspillerada para las tropas y un pequeño almacén de pólvora. Además de acondicionar un sitio para un piquete de día que se refuerza por una compañía, todo realizado por el comandante de ingenieros. Su petición es clara, como por encima de todas estas circunstancias, el molino debe seguir moliendo harina, para la población y para las tropas, pide al monarca, que los diez hombres con los que cuenta

para el trabajo, hagan el servicio militar en el mismo molino, aunque él mismo sufrague los gastos de armas y de uniforme, y que no haya incompatibilidad entre su trabajo necesario y su patriotismo en la defensa de la ciudad.

En marzo de 1798, Miguel Álvarez Montañés solicito a la Real Junta de Fortificaciones la construcción de un molino de cuatro a seis piedras, en un terreno situado en la desembocadura de Río Arillo. Para justificar la construcción del Molino defiende una serie de necesidades que serían cubiertas. La primera, frente a los periodos de carestía de harina habría una mayor producción en beneficio no solo de las poblaciones cercanas, también de las guarniciones de tropas, de la escuadra y del arsenal de la Carraca. A mayor producción, habría abaratamiento del producto y un aumento de los beneficios.

En segundo lugar, aprovechar una zona que no producía nada, y que generaría trabajo tanto en la construcción del mismo como luego en la molienda de la harina y la pesca. En tercer lugar, defiende que con ello habría un asentamiento de población, que estaría favorecida por la creación de una tienda, todo ello haría posible que el retén de vigilancia ya no fuera necesario. Además, se comprometía a cuidar permanentemente de las instalaciones y del puente.

Considerando los cambios de hábitos en la población y los problemas que provenían de las continuas crisis agrícolas, que causaban carestía y hambre. La demanda de cereales a causa de la relación comercial y económica con América. El aumento demográfico y la posterior crisis de subsistencia. Los numerosos conflictos bélicos y, en definitiva, los acuciantes problemas de la población durante la Edad Moderna, harán que el pan sea un producto fundamental para la dieta de las clases menos pudientes. Junto al pan, una dieta consistente en gachas y sopas, derivadas de los cereales. Este producto junto a las legumbres como los garbanzos, serán la base de aquellos pucheros básicos para el sustento. Ante este panorama, es normal que la harina, elemento imprescindible para la fabricación del pan, fuera el producto más requerido, apareciendo y proliferando durante los siglos XVI al XVIII, un elevado número de molinos y pósitos, estos últimos regulados por Fernando VII con la creación de la Superintendencia General de Pósitos.

Entre los molinos construidos en Cádiz, va a prevalecer la construcción de molinos de mareas, aprovechando las posibilidades que aportaba las características de la bahía gaditana. Molinos que van aprovechar la fuerza de las mareas para moler el grano y que posteriormente usaron el vapor y la electricidad, aunque finalmente caerán en el olvido o en la ruina como este que nos ocupa de San Miguel.

El molino de San Miguel, también conocido como Río Arillo o de los Doce Apóstoles, fue construido en los límites naturales de los términos de Cádiz y San Fernando, en un espacio rural y salinero. En torno a 1770 las construcciones existentes en la zona se reducían a una tienda de montañés, dos salinas y los molinos de Santibáñez y del Fraile.

Una de las razones que llevan a elegir el terreno donde se ubicaría el molino como el más idóneo, fue el nuevo trazado del Camino Real o arrecife de Cádiz a la Isla de León. Y la premura en su construcción se debió fundamentalmente a la necesidad de elaborar harina para las ciudades colindantes, para el comercio y para el avituallamiento de las construcciones militares que proliferaban en las cercanías. Parece, según planos de la época, que se optó por el camino que unirían las Islas Gaditanas, pero no haría la curva de Torregorda, sino que siguiendo la costa llegaría hasta el actual Camposoto. En 1789, y debido a la destrucción causada por el terremoto de 1755, se modificó este trazado quedando como está en la actualidad.

El proyecto del molino pasó por las manos de tres ingenieros: Luis Huet, José del Pozo y Julián Albo Helguero. Definitivamente se establece una superficie de 384000 varas, que equivaldría a unas 60 aranzadas. Para calcular el precio se toma como base lo que tributaban los terrenos de las Puertas de Tierra, resultando un costo de 33 reales de vellón por aranzada al año y 30 reales más por los derechos de pesca. El 16 de julio de 1789 se otorgan las escrituras, con el compromiso de reconstruir el puente, que estaba en mal estado y que no obstaculizaría el paso por este bajo ninguna circunstancia, la conservación de las instalaciones, y que si fuera necesario por el interés militar debería ser derribado.

En 1810, la idea de conectar el río con la bahía dio lugar a una canalización distinta que dejó al molino fuera del recorrido, al construirse un nuevo puente más arriba. Fue entonces, con la intención de adaptarse a estas circunstancias, cuando se hizo una obra para ese nuevo cauce mediante la construcción de dos arcos laterales.

A pesar de todos los intentos por adecuarse, el molino dejó de funcionar y pagar sus tributos, lo que llevó a que se vendiera a un nuevo propietario, Dámaso López. Este cegó el puente levantado en 1810, y que estaría inacabado, y retomó el cauce anterior y el anterior camino. Además, aumento el número de arcos, que en vez de medio punto serian dos arcos escarzanos, y se amplió el arco por el que se recibía el agua.

En 1836 el molino pasó a manos de los hermanos García Lizarza, pasando por herencias de la misma familia, hasta que en 1977 fue vendido a la Unión Salinera de España.

Aunque se desconoce el nombre de quien realizó la primera obra del molino, está claro que conocía las formas estilísticas del entorno, por eso no duda en usar ciertos elementos, como los remates en forma de jarrón que se usaban en las azoteas de la Isla, como los guardapolvos de los pabellones laterales.

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