El caso de los loros homicidas

Historias de Cádiz

Misterioso fallecimiento de tres miembros de una familia en la plaza de la Catedral l Las investigaciones señalaron como causa de la muertes una rara enfermedad de los pájaros

La plaza de la Catedral, lugar donde ocurrieron los hechos en 1929
La plaza de la Catedral, lugar donde ocurrieron los hechos en 1929 / Archivo

Un desgraciado suceso tuvo lugar en Cádiz en octubre de 1929. Tres miembros de una misma familia fallecieron intoxicados y otra estuvo en estado muy grave durante algunos días. Mientras se encontraba la causa de la intoxicación, que se presumía alimentaria, la población estuvo realmente alarmada y las autoridades, desconcertadas, tomaban precauciones de todo tipo. En aquellos años, el Ayuntamiento de Cádiz había iniciado una política de Higiene y de control de los alimentos y la supuesta intoxicación dejaba al aire esos planes municipales. Hay que tener en cuenta que todavía por esos años la Higiene en la alimentación era un asunto sin importancia para gran parte de la población.

La familia intoxicada, compuesta por un matrimonio, la madre de ella y dos cuñadas, residía en la plaza de la Catedral. El padre de familia era jubilado del Gas Lebón y todos ellos eran personas muy queridas y estimadas por los vecinos. Al producirse los fallecimientos, el médico que los atendía dio aviso inmediato al Juzgado y a las autoridades para que fueran realizadas las oportunas investigaciones. Personado el juez y examinado el domicilio en profundidad, los primeros indicios apuntaban a una intoxicación alimentaria y, concretamente, debida al chorizo de “la puchera” preparada por la familia y cuyos restos aún permanecían en la cocina.

La puchera”, plato habitual de las familias gaditanas de aquella época, era el antecedente inmediato de la actual berza. Era una preparación con diversas carnes, verduras y legumbres de todo tipo, aderezadas con tocino, chorizos y morcillas. En esa época no era extraño que los cerdos tuvieran triquinosis y todos pensaron que la intoxicación procedía del chorizo consumido.

El juez ordenó la autopsia de los fallecidos, enviando muestras a Madrid para su examen.

Mientras tanto, el alcalde accidental, Luis Beltrami, llamó al jefe de la Inspección de Sanidad, Grosso, al Director del Laboratorio de Higiene, Bascuñana, al decano de la Facultad de Medicina, Rodrigo Lavín, y a otros facultativos para examinar la situación. De entrada se ordenó la inspección del almacén situado en la calle Prim donde la familia había comprado los chorizos y otros artículos de la “puchera”. El almacenero demostró el origen de los chorizos y señaló a varios parroquianos que también lo habían consumido sin daño alguno. La inspección se extendió a otros ultramarinos de la zona .

Los análisis de estos productos dieron resultado negativo. También fueron llevadas varias muestras de comida a la perrera municipal para dárselas a los animales que allí se encontraban, que los comieron sin efecto negativo alguno.

El plena investigación de lo sucedido, el juez conoció que había aparecido muerto el gato de la familia en un patinillo interior de la casa y junto a los restos de un pellejo de chorizo. Un vecino lo había encontrado y, tras meterlo en una caja de cartón, lo entregó a un basurero de los llamados de “conveniencia”. El juez llamó al basurero con la intención de que los facultativos pudieran examinar las vísceras del gato, pero el basurero informó que había arrojado la caja por la muralla del Campo del Sur.

Mientras llegaban los resultados de las pruebas, comenzaron los bulos y rumores de siempre. Hubo quienes aseguraban que un pariente de la familia fallecida también había muerto en el hospital de Mora a causa de la picadura de una “mosca alobada”.

Otro bulo aseguraba que una vecina de la plaza de la Catedral también había caído enferma de gravedad. Las autoridades se encargaron de desmentir esos bulos tranquilizando a la población. Los artículos de alimentación en los almacenes y ultramarinos, decían, eran de total garantía y estaban sometidos a control sanitario.

Hubo otra explicación a lo sucedido que señalaba como motivo de las muertes un envenenamiento por el “cardenillo” de las ollas. El “cardenillo” son las manchas de color verde que aparecen en las ollas de cobre y que, efectivamente, pueden llegar a ser venenosas. En esos años todavía era frecuente el uso de vasijas de cobre para cocinar, pero no era el caso de la familia de la plaza de la Catedral.

Mientras se encontraba respuestas a lo sucedido, la solidaridad de los vecinos salió a la luz. Fue abierta una suscripción para ayudar a la única superviviente de la infortunada familia. La cuenta fue abierta en Casa Mota, en la misma plaza de la Catedral, y diariamente la prensa publicaba la lista de los donantes. En pocos días se logró superar las mil pesetas, una importante cantidad para la época.

Finalmente fue el propio médico que había atendido a la familia, el doctor Agudo, el que resolvió el misterio. La familia fallecida había encargado y recibido de Centroamérica dos espectaculares loros. Los colmaron de mimos y les dieron buena alimentación, pero uno de ellos murió a los pocos días, creyendo todos que se debía a falta de aclimatación.

El doctor Agudo que seguía visitando a la única mujer de la familia que había sobrevivido a lo sucedido, observó que el segundo loro también estaba enfermo y sospechó que los animales podían padecer “Psitacosis”, una rara enfermedad transmisible a los humanos. y muy poco conocida entonces. Comprobó que la superviviente era la única que no quería al animalito, que no le hacía carantoñas ni le daba de comer, como sí hacía el resto de la familia.

El juzgado acudió al domicilio de la plaza de la Catedral y se hizo cargo del loro para ser examinado. Finalmente quedó comprobado que fue la enfermedad de los pájaros el causante de las tres muertes.

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