Marea 2

19 de Septiembre de 1656

Marea 2
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Hilda Martín

16 de marzo 2013 - 01:00

ABÍA logrado sobrevivir en una España agónica. Francia, Holanda e Inglaterra arremetían continuamente desde que comenzó la centuria, contra mi patria. Yo solo entendía del mar, y sabía que solo la carrera de Indias y el tráfico de metales preciosos podían hacer resurgir de nuevo de la miseria a España. Pero ya no estábamos solos; nosotros, insignes españoles que nos apropiamos de la mar Atlántica, perdimos nuestro monopolio. Los holandeses se encontraban en el mismo Caribe con factorías cercanas a estas nuestras, en San Eustaquio, Saba o Curaçao. Y los franceses, que ocupaban parte de la Española y Haití, enriqueciéndose continuamente y superando ya a cualquier otra nación entre los extranjeros instalados en Cádiz. Y qué puedo deciros de Inglaterra, que amenazaba continuamente a nuestros barcos, bloqueaba nuestros puertos e incluso se planteaba conquistar Gibraltar para controlar el Mediterráneo.

Había logrado permanecer vivo entre tantas desgracias, había participado en aquel imperio capaz de atravesar los mares cargados de plata, hasta aquel día en que salí de Cádiz, el 27 de mayo de 1655, como capitán de un pateche el "San Francisco y San Diego", rumbo a Cartagena de Indias, a la que arribé el 5 de julio. Yo, capitán Marcos del Puerto, vasco afincado en Cádiz, tenía en mis manos la orden por la que se debía preparar una flota que traería caudales a la difunta hacienda española.

No pudimos contar con navíos ni con hombres formados para confeccionar nuestra flota y tuvimos que conformarnos con pertrechar aquellos viejos barcos usados como guardacostas y simples correos, como apuestos galeones. Entonces, los que entendíamos del mar, como Esquivel y Zárate, mi alférez Francisco Manzano de Puerto Real y Don Juan de Hoyos, supimos, que sería una travesía difícil y arriesgada. Un nombre espectacular, la Flota de Tierra Firme, para un convoy de barcos remendados. Doce veces hice la ruta a las Américas y las doce desde Cádiz. Doce veces en flotas soberbias, bien pertrechadas y carenadas, vacías a la ida y repletas a la vuelta.

La Real Cédula que traje desde Cádiz y que entregué al gobernador Zapata era indiscutible, en noviembre debíamos partir, nos quedaba adecentar y preparar los navíos, buscar los metales preciosos, y navegar.

Salimos de Cartagena de Indias, el 27 de abril de 1656 rumbo a España. "Flota de Tierra Firme" formada por la Capitana, San Francisco y San Diego, la Almiranta Nuestra Señora de la Popa y San Francisco Javier, Nuestra Señora de la Victoria y San francisco de Paula, Nuestra Señora del Rosario y San Antonio, Nuestra Señora del Rosario y San Diego y el Jesús, María y José. Tres urcas, un pateche, un guardacostas y un galeón para transportar un millón de pesos en plata, en barra y en monedas. Setecientos treinta y siete hombres en seis embarcaciones: oficiales mayores, oficiales de guerra, oficiales de mar, infantería, marineros, grumetes, pajes y artilleros. Metales preciosos, mercadería de lujo y prisioneros ingleses y holandeses.

Teníamos que ir directamente al puerto de San Cristóbal, en la Habana, para colaborar en la recuperación de parte del cargamento hundido en Los Mimbres, canal de Bahamas, perteneciente a Nuestra Señora de las Maravillas.

Tenía órdenes de esperar a la flota de Don Diego de Eques para regresar juntos a la Península, pero partí sin él. Hoy, desde la lejanía y la lucidez que me da la muerte, puedo reconocer que fue el temor de perder el honor de ser el general de la Flota y ser sustituido por Don Diego lo que me hizo zarpar sin esperarlo. Y es que hay algo nocivo en los que dirigimos los barcos: vivir por encima del mar nos hace soberbios y ególatras, tanto, que ni siquiera en la tempestad y el bravo huracán somos capaces de desasirnos del mando y preferimos sumergirnos con las cuadernas abiertas y doloridas de nuestros navíos en las profundidades del océano.

Menguaba la luna cuando la flota, a la que se había añadido el pateche Nuestra Señora de la Concepción, partió de la Habana. Y de La Habana a España por la banda norte de la Bermuda y, conforme a los vientos, ir prosiguiendo hasta el paraje de las Flores, desde donde poder pasar por la banda Sur y buscar la costa de Larache.

Al llegar a la isla Tercera, nos cruzamos con una carabela portuguesa. Su capitán, nos hizo señales para acercarnos a la nave. Maldito destino que permitió en medio del ancho océano encontrarnos con quien nos llevó a la muerte, confundió nuestra singladura y permitió creer en la esperanza de que los problemas estaban resueltos y por tanto no era necesario el cuidado y la precaución.

De su boca las palabras victoria y derrota. Navíos ingleses derrotados por españoles, firmando la paz en Portugal, y abandonamos la prudencia que hubiera requerido el cargamento que llevábamos y olvidamos la tradición de traidores de nuestros enemigos. Decidimos no continuar por el derrotero oficial, que hubiera sido continuar por Berbería hasta encontrar la costa de Larache, y desde ese punto cerciorarnos que no había enemigos en Cádiz. Brutal imprudencia nefasta que aún me repiten las olas. Y en vez de eso, dirigí la flota hasta Monte de Figos, en Portugal. Remontando la costa de Ayamonte, Huelva y Arenas Gordas durante el día 18. Cuando se ponía el sol, llegamos a la altura del Santuario de Regla en Chipiona. Y es entonces cuando la capitana lanzó fuegos de artillería, encendió los faroles y puso cabeza a la mar con toda la Flota. Con una prepotencia absoluta de nuestro poder, no contemplamos ni percibimos que muy cerca, al abrigo de la costa de Rota, nos aguardaban nuestros feroces enemigos.

Será esa mañana, del 19 de septiembre, al amanecer, cuando viramos la vuelta a Cádiz y contemplamos siete velas abiertas en la bahía a las que confundimos con barcas de pescadores. Eran navíos ingleses que en paciente espera habrían de confirmar su gloria, frente a la muralla del vendaval, mientras apuntábamos nuestras proas a la Santa iglesia de la ciudad.

A cuatro o cinco leguas de Cádiz, tres de las fragatas inglesas, la Speaker, la Bridgwater y la Plymouth, entraron en combate mientras el resto quedó a retaguardia. No pude más que poner nuestra flota en línea de fila. A la cabeza la capitana, a sotavento de ella la urca de Rodrigo Calderón, mi amigo del sur de esta tierra, y el galeón de Juan de Hoyos. A sotavento y desviándome de la capitana, la Almiranta, el Francisco Javier. Por la popa, la urca de Juan de la Torre parecía temblar ante la proximidad de los barcos ingleses.

No pude hacer nada ante las cargas de artillería a nuestra flota, nada cuando la urca de Juan de la Torre cayó presa, nada cuando la Almiranta inglesa en compañía de otra fragata nos oprimió por sotavento y barlovento. Un valeroso compañero, Juan de Hoyos, viendo arder al San Francisco Javier, lanzo su galeón en su defensa, pero las llamas y el fuego lo cubrían todo. La derrota de mi flota, la muerte de mis hombres y la pérdida de las riquezas de América fueron contempladas durante cinco horas por los gaditanos desde el paseo que da al sur. De ciento noventa personas que la Almiranta llevaba en su seno, solo pude ver escapar con vida a unos treinta. Ardía hasta el árbol mayor, mientras se sucedían las cargas. No había cabo que pudiera servir para asirse y todo lo servible ya estaba roto por los balazos. La gente se echaba al agua queriendo escapar del fuego.

Vi entonces al Almirante Don Francisco Esquivel colgado de un cabo ahogándose, sin que ninguno pudiésemos hacer nada por socorrerlo.

De su cuello relucía al sol del mediodía una hermosa reliquia de Nuestra señora de la Concepción, que hoy reposará en los bajíos de las playas gaditanas.

historiadora

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