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Urbanismo

De los Chinchorros a San Leonardo: Las historias de un final (casi) feliz

Una vista desde el interior de una de las viviendas del nuevo bloque de Los Chinchorros.

Una vista desde el interior de una de las viviendas del nuevo bloque de Los Chinchorros. / Jesús Cuevas

¿Saben de esas películas donde gente corriente se enfrenta a la resolución de conflictos extraordinarios? –de las que mi abuela dice, “mira el gachó, que al final sabe de”– Pues en uno de esos dramas de épico desarrollo se vieron envueltos hace 20 años los, por fin, hoy vecinos de San Leonardo, una urbanización que la prensa, en una particular sinécdoque (ya saben, lo de la parte por el todo y viceversa), hemos llamado Los Chinchorros. Gente corriente que aspiraba a una vivienda corriente en un barrio corriente y que fueron víctimas de una nada corriente (“desastrosa”, “engañosa”) operación urbanística que los despojó de su dinero invertido o de sus terrenos permutados. Pero el motor, el verdadero motor de la trama, lo que la transforma de película de terror a drama de final casi feliz, es la voluntad de una serie de vecinos que decidieron no rendirse. ¿Si esta es una historia de ganadores? No sabría decirles... Pero sí es una historia de luchadores que han perdido, unos más y otros menos, varias cosas (“tiempo”, “sueños”, “dinero”, “sus hogares originales”...) a lo largo de dos décadas, y que (se) han ganado las llaves de sus casas y mucho aprendizaje a las espaldas: “Ha sido como un master en leyes, urbanismo y técnicas de negociación... Todo junto...”

¿Podría tener veintitantos años Marcelo Villacorta cuando empezó el erial? Podría... El líder de la asociación de afectados de la promoción de Los Chinchorros es de los que les correspondía una vivienda y ha ganado una hipoteca –“el acuerdo que alcanzamos con la entidad bancaria no es la panacea pero es el mejor acuerdo que podíamos conseguir porque hubo momento que no teníamos nada”– Marcelo se da con un canto en los dientes. Como está el mercado, no todo el mundo puede ya adquirir una vivienda en Cádiz, y a dos saltos de la playa, y verán cuando tiren el cementerio sin muertos (otro movimiento urbanístico más largo que la calle Sagasta) pero, sobre todo, la gran ganancia de Marcelo, que vive fuera de Cádiz, es que su hija pueda conocer sus raíces.

Porque Marcelo nació y creció en la misma calle a la que hoy puede regresar. De San Leonardo eran sus padres. La madre fue la que negoció con la promotora que los dejó (des)compuestos y sin casa, como a tantos otros vecinos, la fatídica permuta de su terreno por una casa nueva en el mismo lugar. Les ofrecieron una vivienda de alquiler en La Laguna, que la promotora también dejó de pagar, y los echaron a la calle. Por cuestiones de trabajo el padre de Marcelo se fue de Cádiz. Y ahora Marcelo vuelve para vivir en aquella casa que debía haber disfrutado de más niño. Él se echó a la espalda el liderazgo de las reivindicaciones que cristalizaron en 2018 en un acuerdo con La Caixa, y con el Ayuntamiento de Cádiz como mediador, donde se les reconoció el 75%, no del dinero invertido en sus viviendas, sino de las cantidades reconocidas en el concurso de acreedores (sí, a ese punto dramático llegó esta historia, “en un momento no teníamos nada, ni casas, ni dinero, ni terreno”). Fruto de la negociación –que sólo fue posible cuando la promotora desapareció y La Caixa se quedó con el terreno– se reactivó la construcción del bloque de viviendas para cerca de un centenar de vecinos que, por fin, en este 2023 tienen sus llaves.

Gente mayor, gente joven, gente recién casada que ponía en aquella promoción las esperanzas de un primer hogar compartido, gente que permutó, como los padres de Marcelo, su antigua casa en propiedad o su hogar de alquiler, o gente que, directamente, se interesó por comprar una de aquellas viviendas proyectadas en la nueva promoción... Gente como Mercedes Cuadrado que compró un apartamento y un garaje pensando en una de sus hijas. Pasó el tiempo, no pudo ser para ella. Bueno, pues para la segunda. El bloque seguía siendo un raquítico esqueleto de ladrillos. Veinte años después es su hijo de 25 años –unos 4 o 5 tendría el muchacho cuando sus padres adquirieron la casa– quien hoy la va a disfrutar. La está disfrutando ya, de hecho. “Ha sido horroroso el tema, nos han hecho mucho daño, a nosotros y a muchas familias, pero ahora ya lo damos todo por bueno, no hay más remedio...”, reflexiona Mercedes.

Vista desde la plaza de San Leonardo del nuevo bloque de viviendas. Vista desde la plaza de San Leonardo  del nuevo bloque de viviendas.

Vista desde la plaza de San Leonardo del nuevo bloque de viviendas. / Jesús Cuevas

Cristóbal, Cristóbal Barco, ha tomado al final la desembocadura contraria a la de su compañera. Cuando entró en aquella inmobiliaria para interesarse por el anuncio de una nueva promoción de pisos que se levantaría frente a los (verdaderos) Chinchorros (Marqués de Cropani, 9) pensaba en la seguridad del hogar para uno de sus hijos. Dos décadas después quien se va a la urbanización de la plaza San Leonardo es él y su señora.

600.000 pesetas, todavía se acuerda, le abonó a la inmobiliaria por sus gestiones. Las perdió, obviamente. Y un 20% de señal del piso depositó también este gaditano. En su cuenta final, como el acuerdo no contempla esas cantidades entregadas sino las reconocidas en el concurso de acreedores de marras, pues Cristóbal reconoce que es de los que ha perdido. La gente que más dinero dio a depósito, como la gente que más terrenos y propiedades permutó, son la gente que más perjudicada ha salido en la solución final. La gente. La gente. ¿Dónde quedó la gente cuando pinchó la burbuja inmobiliaria?

“Pero por lo menos voy a ver la casa, que poco más y me muero y no la veo”, sonríe Cristóbal que está esperando que le pongan la cocina para irse a vivir a su nuevo hogar. No tuvo igual suerte Carmelita, a ella la muerte sí la alcanzó.

La muerte sí alcanzó a Carmelita. Carmelita la de la ventanita como de pequeño llamaba Marcelo a esta vecina que cuando lo veía siempre le entregaba a través de la rendija de su ventana un caramelito. Carmelita se quedó viuda pero tiraba con su casa propia y la pensión hasta que también firmó el contrato de permuta de su hogar. Entonces se quedó sin nada. Se quedó sin nada porque lo tenía todo lo que interesaba. Tenía una casa muy grande.

A Carmelita le prometieron también pagarle el alquiler mientras durase la obra de su nueva casa. En, principio, sin problema. Pero todo estalló, también se la dejaron de pagar. Y Carmelita se quedó en la calle. Lo pasó muy mal. Muy, muy, mal. Alcanzó los noventa y tantos años y ya ni pensaba en la casa prometida, en SU casa. No la quería. Quería poder vivir tranquila, poder pagar sus facturas ella misma en lo que le quedara de vida. Y, al menos, eso Marcelo y la asociación lo consiguieron. Una buena suma de dinero –nada de limosna, lo que le correspondía– para que Carmelita viviera los años que le quedaban con dignidad y tranquilidad. Así pasó las hojas de sus últimos calendarios. Fue feliz y con eso, al menos, se queda Marcelo, con cierta compensación, una pequeña victoria para Carmelita, ante la impotencia que le deja que su vecina no pudiera vivir en la casa. Una historia, una más, casi feliz.

No les prometí otra cosa sino una historia de luchadores, una historia de persistencia. También, dice Marcelo, hay otra gente, quizás "más confiada", que pensó que aquel contrato que firmaron “estaba blindado”. “Algunos vecinos pensaron que se construyera cuando se construyera el piso iba a ser suyo y pues no atendieron a los que les decíamos desde la asociación... Pero, bueno, al final tenemos una solución, que es lo importante”.

Salón de una de las viviendas del nuevo bloque que se levanta en Los Chinchorros. Salón de una de las viviendas del nuevo bloque que se levanta en Los Chinchorros.

Salón de una de las viviendas del nuevo bloque que se levanta en Los Chinchorros. / Jesús Cuevas

“A mí me hacía gracia –suma Cristóbal– cuando nos reuníamos con los políticos al principio, hace 20 años, y nos decían, sí, sí, que tu técnico llame a mi técnico. ¿Qué técnico, vaya, íbamos a tener nosotros?”. “Pero yo saco en conclusión que la política sirve para algo, si es buena política, sirve”, apuesta Mercedes agradecida por la intervención “del equipo de Gobierno actual” en la reactivación de las negociaciones. “Pues yo me pongo a pensar en la gente con la que nos hemos sentado a negociar, en las reuniones al nivel tan alto que hemos tenido sin tener ninguno de nosotros conocimientos anteriores de nada de estos temas, y es que ni me lo creo... Ha sido...”

Ha sido una película de esas que dice mi abuela. Donde gente corriente se convierte en extraordinaria. Porque no lo saben, sino que tuvieron que aprender para llegar a un final (casi) feliz.

El efecto dominó y otros relatos del barrio de San José

La reforma del polígono San Juan Bautista (vulgo barrio de San José, Los Chinchorros en apelativo metonómico) no sólo contemplaba la reanudación del proyecto del bloque de viviendas paralizado dos décadas, sino también la reordenación del entorno, incluyendo las parcelas donde están en pie edificaciones de una planta levantadas entre finales del XVIII y el XIX, unas habitadas y muy bien reformadas y otras afectadas por una profunda degradación. Todas tienen su historia.

Tomás Pérez, hijo del propietario del mítico bar Mariano, y vecino durante toda su vida de la calle Arcángel San Miguel (paralela a San Bartolomé) asegura que “nadie” del Ayuntamiento de Cádiz se ha puesto en contacto con él para contarle “de manera oficial” lo que ocurrirá con su hogar y con algunos de los locales de su propiedad que tiene de alquiler en la zona, como la boutique Luli. Y es que toda esa pastilla de pequeñas casitas desaparecería en el actual PGOU a favor de la construcción de un bulevar. “No sabemos nada, ni siquiera nos han propuesto una rebaja del IBI si es que esto quieren tirarlo y, si es que lo hacen, pues habría que negociar pero la verdad que no me quiero ir del barrio, que llevo toda mi vida aquí, y tampoco quisiera que mi inquilina de la tienda se vaya”.

María Luisa Torrecillas también regenta un negocio, un salón de belleza, que funciona desde el año 71 cuando lo llevaba su madre. La coqueta finca (“la hemos reformado tres veces”) tiene a su padre como copropietario y tampoco a la esteticista le gustaría tener que dejarla. “Lo único que sé que están tapiando y derribando las casas abandonadas, y eso me parece bien, pero si me dijeran que me tengo que ir, espero que me realojen por el entorno, se decía en un bloque que iba a construir el Ayuntamiento, porque es donde tengo mis clientes”.

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