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Su propio afán

enrique / garcía-máiquez

Ante Palmira

SI hubiese un preocupómetro, comprobaríamos que la suerte de las ruinas de Palmira, una vez que la histórica ciudad ha caído en manos del ISIS, ha alcanzado las máximas cotas mundiales. Hasta que encontremos un método más científico, valen como indicador las grandes y hermosas fotografías de sus doradas columnas en las portadas de periódicos y revistas.

Contrasta con la indiferencia de información interior y foto pequeña por la suerte de tantos sirios e iraquíes, no sólo cristianos, que el Califato Terrorista asesina. Quizá el tema de nuestro tiempo sea la menguante importancia del ser humano, de su dignidad única. Donde posamos los ojos -aquí o allá-, se detecta. Puede que empezara cuando se puso en el centro, no al hombre, sino a la Humanidad. Mayúsculas y abstracciones nos han traído a este frío.

Pero no nos perdamos; y regresemos a Palmira. Arrastrado por una creencia última en la bondad humana, me pregunto si tamaño desnivel de indignación y angustia no podría explicarse porque, en el fondo, asumimos la inmortalidad del alma. Incluso las obras más excelsas del hombre nos parecen perecederas y quebradizas en comparación. Nada (o poco) tenemos que temer de los que matan el cuerpo. ¿Será que esa férrea fe la tenemos grabada a fuego?

Aun así, no nos pasemos de humildes. También las obras de los hombres portan, por salir de nuestras manos y, sobre todo, por entrar por nuestros ojos hasta el fondo del alma, una semilla de inmortalidad. La belleza de las ruinas de Palmira es una alegría para siempre. Uno de mis cuadros preferidos, "San Mateo y el ángel" de Caravaggio, fue destruido mucho antes de que yo naciera. Lo conozco gracias a la fotografía y la literatura. Un cuadro favorito tiene que serlo por mil motivos, habiendo tantos lienzos maravillosos. Junto a su rudo mensaje de que el ángel y la inspiración guían tozudamente la tosca mano del evangelista, me emociona la inmortalidad de la obra, puesta a prueba, vencedora.

Quisiera que el ángel llevase mi mano. Que hoy, frente a la bellísima fotografía de las amenazadas ruinas de Palmira ante la que escribo, sea capaz de explicar que su inmortalidad es real y es un consuelo, pero nunca una excusa. Hay que defenderlas. Y que ante la muerte de cualquier hombre, mujer, niño, anciano, hemos de sentir el mismo estremecimiento que ante la posible destrucción de una de las maravillas del mundo.

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