Viernes Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Viernes Santo en la Semana Santa de Cádiz 2024

la tribuna

Ana M. Carmona Contreras

Lecciones canadienses

ATRAPADO en un callejón sin salida política, tras la masiva manifestación de la Diada reivindicando la independencia y una vez constatada la nula receptividad del Gobierno central para aceptar la propuesta del gobierno catalán de suscribir un pacto fiscal, el presidente Mas ha optado por disolver el Parlamento y convocar elecciones. En dicho contexto, la única baza disponible ha sido dar la palabra a los ciudadanos catalanes para que manifiesten en las urnas sus preferencias ante la disyuntiva: independencia sí o no. Pero una vez que el mapa político se haya definido tras las elecciones, a nadie escapa que los vientos independentistas, lejos de amainar, seguirán soplando con fuerza.

Hagamos política ficción e imaginemos que los resultados electorales ponen de manifiesto que la mayoría de los catalanes suscribe la tesis de la independencia, dando paso a un Gobierno cuya principal tarea será alcanzarla. De verificarse tal hipótesis, las incógnitas que habrá que despejar inmediatamente son monumentales, proyectándose éstas sobre las instituciones estatales y las catalanas. Porque, llegados a ese punto, hay que tener claro que no bastará con que desde el Gobierno central se eche mano a elementales evidencias jurídicas, tales como que el derecho de secesión no está en la Constitución y que ésta se fundamenta en "la indisoluble unidad de España" (art. 2 CE). Asimismo, constatada la voluntad mayoritaria de ruptura en el seno de la sociedad catalana, no resultará de recibo pretender imponer dicha unidad por la fuerza, recurriendo al mecanismo de la coacción estatal (art. 155 CE). Igualmente, tampoco será aceptable que desde Cataluña se apele a que el derecho de autodeterminación conlleva la secesión de España unilateralmente declarada. Lisa y llanamente porque tal comprensión carece de base en el derecho internacional, resultando impracticable en un Estado democrático. Por lo tanto, de plantearse el escenario aludido, habrá que tomar conciencia de que el marco normativo vigente en España no ofrece ninguna respuesta operativa para salir del laberinto. Así que lo procedente será hacer un ejercicio de madurez democrática, asumir la situación y buscar los mecanismos que permitan su adecuada gestión. En este sentido, la experiencia canadiense ofrece un valioso punto de referencia para el caso de Cataluña.

En Canadá, ante las constantes reivindicaciones secesionistas de la provincia de Quebec, se aprobó (2000) la Ley de Claridad (Clarity Act), cuyo contenido reproduce las premisas formuladas por un dictamen del Tribunal Supremo (1998), a saber: 1) Ningún territorio tiene derecho a la autodeterminación en un Estado democrático; 2) Si una parte de la población manifestara claramente, de forma pacífica y decidida, su voluntad de separarse del país, "la menos mala de las soluciones posibles" sería abrir un proceso de negociación para vehicular la secesión; 3) Ahora bien, la apertura de dicho proceso exige previamente constatar la legitimidad de la voluntad secesionista. A tal efecto, se requiere que la pregunta formulada a la población en el correspondiente referéndum sea clara. Asimismo, dicha voluntad sólo será relevante si viene avalada por una mayoría social igualmente clara. En este punto no se especifica el porcentaje exigido, pero cabe inferir que éste ha de ser extraordinariamente alto, dada la trascendencia de la decisión. Sólo cumpliendo ambos requisitos se abriría el proceso de negociación entre el territorio en vías de secesión y el Estado; 4) Por su parte, dicho proceso debe incorporar ineludiblemente los siguientes temas: reparto de activo y pasivo; modificaciones de las fronteras; protección derechos de las minorías. Y como trasfondo irrenunciable: si una parte de la población del territorio en cuestión solicitara claramente seguir formando parte del Estado, deberá contemplarse la divisibilidad de dicho territorio con "el mismo espíritu de apertura que llevó a aceptar la divisibilidad del territorio canadiense"; 5) Concluida la negociación, se culmina el proceso con la reforma de la Constitución. No obstante, si aquélla fracasara, se aclara que no se permite el derecho de secesión individual.

Sintéticamente expuestas las líneas fundamentales del caso canadiense, considero que tales requisitos resultan perfectamente asumibles en nuestro país, permitiendo plantear de forma seria y con las debidas garantías democráticas el debate independentista. Además, tendría un efecto altamente positivo, puesto que obligaría al nacionalismo a abandonar su calculada ambigüedad terminológica; pondría sobre la mesa, al margen de la recurrente lógica del agravio (el "expolio"), la esencial cuestión económica (reparto del activo y el pasivo); finalmente, exigiría contemplar la situación (ignorada en el discurso independentista) en la que quedaría la población contraria a la secesión. Planteada la discusión en estos términos, ¿alguien teme al debate?

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios