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CALLE REAL

Enrique / Montiel

Requetés de España

LA calle Vicario se llamó antes Requetés de España y, me dicen, se había llamado Vicario con anterioridad. La historia de España se ha caracterizado por reescribir los nombres de las calles y las plazas, unas veces para volver sobre los viejos nombres y otras para inaugurar otros efímeros que duraron el tiempo de un régimen, de un gobierno. En la memoria reciente están las fotos de los dos bandos de la guerra civil dedicados a tirar al suelo los rótulos de las calles subidos en escaleras. Yo nací en la calle Requetés de España, que tardé tiempo en saber lo que era, salvo esta cosa de la boina roja con el borlón y la Cruz de San Andrés. Los requetés, quiero decir. Con su fama de que no había cosa más temible que un requeté recién confesado y comulgado. Ni la Ley Sálica ni la Pragmática Sanción, solo lo reciente, aquella guerra de la que tanto oía hablar de niño, en voz queda. Del vecino masón, del vecino falangista, del vecino republicano, del vecino requetés. Y del abuelo preso en una checa. De los rojos, naturalmente. O por Franco. No se puede cambiar lo que ha sido pero ahora siento una gran tristeza por tantas cosas incomprendidas de mi infancia de los años 50 del siglo pasado.

Aquella calle fue extraordinaria, lo digo siempre. Por empezar por algún sitio había un refino -Ramírez- con fotos de modelos con fajas tubulares y sostenes a juego, lo que ya era una cosa extraordinaria en esos tiempos. También había un cine -Cine Salón- con sesión doble que empezaba a las tres y media (¡Que salgan los convoys o si no me voy!) todos los domingos, una iglesia derruida que le dieron a la Señorita Antonia para comedor de pobres (una hilera los domingos y fiestas de guardar subiendo la calle, más los días patrióticos, porque había hambre en esos años, Dios mío, hambre, escrofulosis, pústulas y luto). Había también una zapatería de remendar, con las medias suelas puestas a secar al sol en el escalón de la calle... Y un colegio de pago -el Colegio de doña Ana Rivero-, y patios de vecinos, casas principales con patios con aljibes, escaleras de buen mármol y altas habitaciones con vigas de maderas de caoba... Y un horno, una panadería, la de Pepe Ruiz.

Ayer acudí al tanatario para mostrar mi sincero pesar a su viuda, hijos, hermanos y demás familiares. Una parte de mi vida, toda mi infancia y adolescencia, se ha ido con la muerte de ese buen hombre que llenaba la calle con efluvios de pan recién horneado, con el panadero que hizo nuestro pan nuestro de cada día. Acudieron mi madre y todos los vecinos que ya no están con nosotros, acudió la suya, Mercedes, que me tenía amorosamente en sus faldas mientras mi madre iba a las compras. Sabía que se iba una parte de mi vida y de la vida de la ciudad, que ya no probará nunca más sus roscos de semana santa ni su dulcería sana, hecha a mano en el obrador del que salía caliente, recién hecho todo. Digo los roscos de cidra, los cortadillos, las tortas de leche o de aceite... Y en estos días sus famosos roscos de semana santa...

Nos vamos pero hay quienes cuando se van dejan un hueco difícil de llenar, dejan un recuerdo imborrable. Como Pepe Ruiz, el amigo inolvidable. Y aquella calle de nombre resonante, hoy políticamente incorrecto. Requetés de España. Mi calle.

Descansa en paz, buen amigo, cuánto lo siento, ay.

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