Cultura

El increíble Almodóvar menguante

Ya que esta película juega al cine dentro del cine, sólo cabe una explicación para entender por qué Almodóvar ha firmado un mamarracho de tal calibre: como a su protagonista, un director de cine que ha seducido a la amante del productor que paga la película para acceder a su capricho de ser actriz, el cornudo mecenas cabreado y ansioso de venganza le ha arrebatado la película para montarla a trancas y barrancas, utilizando las peores tomas posibles para hundir su prestigio y malograr lo que iba a ser una obra maestra. Así se explicaría la existencia de esta pretenciosa, hueca, aburrida, falsa, mal escrita, pésimamente dirigida y peor interpretada película que marca el punto más bajo en la declinante carrera de un Pedro Almodóvar que parece incapaz de recuperar el estado de gracia cómica de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? o Mujeres al borde de un ataque de nervios -que cuentan ya con un cuarto de siglo sobre sus espaldas- o el estado de gracia melodramática de Matador, Todo sobre mi madre o Hable con ella. A lo mejor, como sucede en la película, dentro de muchos años Almodóvar descubrirá las mejores tomas de Los abrazos rotos, la montará con sentido y logrará que sea esa gran película trágica, romántica y apasionada que nos han anunciado con un gran despliegue publicitario, pero no hemos visto por parte alguna durante las dos tediosas horas que pasamos viéndola. Dado que Pedro Almodóvar se autoproduce, y por ello controla del principio al final sus obras, esta hipótesis metacinematográfica deducida de su propia película tiene pocas probabilidades de ser cierta.

Más bien habría que hablar de colapso creativo, derrame de soberbia, perforación del ego, sobredosis de autosuficiencia y otros males que suelen afectar a los realizadores a los que su corte, su demonio interior y los críticos hemos hecho creer que son más de lo que son. Almodóvar es grande, pero está encogiendo sin que nadie se lo diga ni él parezca darse cuenta. Los males más graves de esta pesada carga que es el cine español -sobre todo la artificiosidad de los diálogos y la pésima dicción de los actores-, a los que Almodóvar parecía casi inmune, le han alcanzado de lleno. Salvo algunos momentos de Pe y Blanca Portillo, y sobre todo de una brevísima y espléndida aparición de Ángela Molina, los actores dicen mal diálogos que harían parecer naturales los de las añejas películas de Cifesa. Ni tan siquiera la autocita o autohomenaje de sus comedias que se supone es la película que dirige el protagonista -que intenta evocar al Almodóvar de Mujeres...- le sale bien. Ni aún las apariciones totémicas de Chus Lampreave y Rossy de Palma logran traer algo de la frescura del viejo Pedro.

Esta historia de un director de cine convertido en guionista tras quedarse ciego -circunstancia que no debería alterar la carrera de un profesional del verbalista cine hispano- y del progresivo descubrimiento a través de los flashbacks de sus historias de amor, pasión y odio, es tan ridícula como la penosa interpretación que José Luis Gómez hace del tiburón de los negocios que desata la supuesta tragedia.

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