Cultura

Carmen Amaya, centenario de un mito

  • Revolucionó el baile de su tiempo y, aunque muchas han intentado imitarla, nadie lo ha conseguido

Debo confesar que cuando vi bailar a Carmen Amaya, allá por la década de los cincuenta, no valoré su baile como realmente se merecía, debido a que no me gustó que introdujera en su zapateado algunos pasos de claqué, influenciada, tal vez, por los bailarines norteamericanos de la época; a los que ella, posiblemente, habría visto bailar en los Estados Unidos, donde hizo varias de sus más triunfales campañas artísticas. Con todo y con eso, el baile de pantalón se le daba como a nadie y bailaba, "en hombre", mejor que muchos hombres. O, para ser más justos y exactos, mejor que todos los hombres que yo, hasta entonces, había visto bailar en el teatro.

Acostumbrado como estaba este cronista al baile más reposado y solemne de nuestras bailaoras del Sur, asistir a la trepidante manera de pelearse con el baile de la Amaya, sobre el escenario, rompía todos sus esquemas. No obstante, más tarde comprendería que la forma revolucionaria que tenía la artista del Somorrostro era realmente original y tan válida como cualquier otra. Sobre todo, porque derrochaba personalidad. Y eso era indudable, porque lo mejor del baile de Carmen Amaya no era otra cosa que la gran personalidad que imprimía a su característica forma de bailar. Sin academicismo y sin atenerse a ninguna regla, dejándose llevar tan solo por el ritmo y el compás; con la velocidad que le imprimía su propio corazón y la fuerza desatada de la naturaleza, a la que ella se entregaba dócilmente, haciendo de sus piernas y de sus brazos instrumentos de arrebatada fogosidad. No obstante, su seguiriya, vestida con una larga bata blanca de cola, aún la recuerdo como la mejor y más espectacular que jamás haya visto bailar a una mujer.

Nacida en Barcelona, en el barrio marginal de la playa del Somorrostro, el 2 de noviembre de 1913, Carmen creció dentro de la mayor pobreza, viéndose obligada, desde muy pequeña, a partir de los cuatro o cinco años, a recorrer con su padre El Chino, guitarrista de tercera fila, tabernas y tugurios, donde conseguir algunas monedas bailando descalza. Así, hasta los once años en que debuta en la compañía de Manuel Vallejo, realizando con ella su primera gira por España. El cantaor José Cepero la ayuda a presentarse de nuevo, en su Barcelona natal, actuando en el Teatro Español y, en 1929, pasa a formar parte del cuadro del tablao Villa Rosa del guitarrista Miguel Borrull. Otro célebre tocaor, Agustín Castellón Sabicas, con el que, al parecer, vive un apasionado romance, consigue que actúe en Madrid, contratada por el empresario Juan Carcellé.

El año 1935 debió ser un año importante para la carrera artística de Carmen Amaya, pues debuta en París, trabaja junto a Conchita Piquer y Miguel de Molina, actuando en sus dos primeras películas: La hija de Juan Simón, con Angelillo, y María de la O, que la llevarían, en España, a la cumbre de la fama. Pero, al estallar la guerra del 36, se marcha con su familia a la Argentina, debutando en el teatro Maravillas de Buenos Aires, recorriendo toda Hispanoamérica, entre los años 1937 y 1940, y rodando nuevas películas con Miguel de Molina. Hasta que al principio de 1941 se presenta en Nueva York y ahí empieza a ser cotizada como las grandes figuras de la danza y la canción, codeándose con todas ellas y las estrellas del cine, más famosas del momento. Siendo a partir de entonces cuando es reclamada, para actuar, por las empresas de los mejores teatros del mundo, recorriendo una y varias veces España, Europa y América de norte a sur.

Es conocidísima la anécdota de la chaquetilla bolera, bordada de piedras preciosas, que le regaló el presidente Roosevelt, después de haberla invitado a bailar en la Casa Blanca; pero es menos conocido el detalle que tuvo con sus hermanas y demás familiares, arrancando una por una todas aquellas piedras brillantes y multicolores, para repartirlas entre su gente, llevada de un gesto entrañable de su nobilísimo corazón, ya que siempre quiso anteponer su familia a su arte. Así era de cariñosa, nada diva, esta mujer excepcional, única e incomparable. Genial, dentro y fuera de los escenarios, como mujer y como artista.

Después de bailar en varias películas, visiblemente envejecida por una afección renal que la llevaría a la tumba, interpretó magistralmente Los Tarantos de Rovira Beleta y moriría en su torre gerundense de Bagur el 19 de noviembre de 1963. Cuando su médico, el célebre urólogo catalán Antonio Puigvert le lleva el Lazo de Dama de la Orden de Isabel la Católica, condecoración que le concede el gobierno de la nación, ella la rechaza en su lecho de muerte, diciéndole con una triste sonrisa: "Ya, ¿para qué?, doctor; quédese con ella, se la regalo".

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