UNO de esos contenidos que tiene más conversación viral que un reflejo de espectadores ante el televisor es el documental Beckham, en la plataforma Netflix. Efectivamente, da pereza sólo pensar que vamos a asistir durante unas horas a la vida privada del jugador metrosexual y su esposa, la dama pija picante, Victoria de Inglaterra. Superada esa sensación de decir, "uf, qué rollo vamos a pinchar", aparece un relato de la intrahistoria de una pareja poderosa por lo que hicieron, por lo que omitieron y sobre todo por lo que representaron. Claro, no salvaron el mundo, pero nos causan una fascinación culpable.

La clave es la poderosa personalidad de David, un chaval surgido del barro que tenía las ideas tan claras como el juego de piernas, ambicioso y espoleado por la familia. Pero además fue y es un tipo con inquietud, con personalidad y en ocasiones con una mentalidad a prueba de bombas.

De otra forma no habría sobrevivivido al bulliyng nacional cuando un lance iracundo en el juego ante un provocador como Simeone fue considerado causa de la temprana eliminación de Inglaterra del mundial francés del 98. Beckham no sólo vale su peso en oro por su imagen, sino que vale su peso en papel impreso por su paciencia. Venderá más que su paisano Harry.

La ingratitud del público futbolero, capaz de hacer ascender como condenar al infierno por simples minucias, es el poso de las malas experiencias de Beckham. Con otra reacción personal lo habría pasado aún peor. Pero tiene moral alcoyana y eso le ha permitido alzar los muros de su castillo de presgtigio y libras esterlinas. Beckham, la docuserie, tiene mucho componente de lo que pasó en los estadios, es muy para los futboleros, pero entrelaza con el chafardeo en la casa donde también Victoria Beckham justifica por qué es así y qué vivió de puertas para adentro, infidelidades crasas incluidas.

Una docuserie más que potable, muy de Netflix, de una pareja de ricos que no olvidaron lo que costaba ser pobres.