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El vino de las tabernas

Que las tabernas entrasen en la campaña electoral fue, por un sinfín de razones, trascendental

Mucho quejarse de la campaña y muy poco celebrar que por fin hubo un debate político de calado metafísico. Las tabernas. Sin frivolidad lo digo. Los más sobrios compartirán conmigo al menos que han resultado un epítome redondo del cambio de bando de la rebeldía. Machado desdeñaba a los pedantes que menospreciaban el vino de las tabernas; y ese vinillo milita ahora con los conservadores.

Chesterton hace más de cien años lo vio venir en su novela La taberna errante (1914). Allí los progresistas prohíben el alcohol por higienismo, alianza de civilizaciones, islamofilia (con perdón) y esnobismo. Echarse al monte consistía, por tanto, en brindar cantando a voz en grito. ¿Les suena? George Orwell también simbolizó la resistencia al totalitarismo en "The Moon Under Water", pub que no cerraba ni bajo los bombardeos nazis.

Hay más. El vino e incluso la cerveza remiten a lo espiritual del hombre. Para el cuerpo, ya está el agua. Lo dice el Talmud: "El vino nutre, refresca el alma" y lo refrenda Platón en Las leyes: es la medicina que produce el aidos, la virtud, nada menos. Es normal que los materialistas no acaben de verle la gracia. Carlos Barral anotó de los abstemios que "seguramente están mutilados de toda sensibilidad religiosa".

El vino es sagrado porque hace milagros. Joseph Roth ve uno clarísimo: "¿Quién no ha reconocido como hermosísima a una persona que la ceguera del vulgo señala como fea?" Yo atestiguo además el don de lenguas. Pasma la inesperada mejora de mi acento en inglés y, más que nada, la fluidez. En el Gilgamesh, sólo el vino consigue civilizar a Enkidu. Más analítico, Tucídides coincide: la civilización arraiga con las viñas.

El vino conlleva transformaciones, transfiguraciones y resurrecciones. En su periplo, convierte el agua -y la tierra, el sol, el aire- en uva, que se sacrifica para dar el mosto, que, entregando su azúcar, transmuta en vino, al que el tiempo (¡oh, el tiempo!) ahonda y mejora, y que acabará sacando del hombre que lo bebe un hombre nuevo, más alegre y con una mirada (recuerden a Roth) más apreciadora, propiciando los brindis que crean comunidad. (De la transubstanciación no toca hablar hoy, pero quede reverentemente apuntada.) El vino implica el misterio de nuestra libertad, pues con la mesura y el fervor se convierte en el mejor regalo o, si no, lo rebajamos a un error garrafal. Es, por naturaleza, una bandera. Alzad las copas.

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