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Este año se ha animado el acto de apertura solemne del año judicial. Solía ser un pestiño, como tantos ritos de la vida institucional. Pero en esta ocasión se han calentado hasta las vísperas. Está claro que España saldría mal parada si hubiera un observatorio de la institucionalidad que midiera la calidad de estas citas como se tasa el grado de transparencia. En una misma semana tenemos al presidente de Cataluña de entrevista con un prófugo en el extranjero, a un presidente del Gobierno que arremete contra los jueces en una entrevista en la televisión pública y a un fiscal general al borde de sentarse en el banquillo que acude a cumplimentar al Rey en el Palacio de la Zarzuela y que hoy se sentará con todos los oropeles junto al jefe del Estado en la susodicha apertura del año judicial. Quizás somos ya inmunes al alto grado de degradación alcanzado. Hubo años en que no conocíamos al fiscal general del Estado, o en los que se oía su nombre muy pocas veces. Hoy tenemos en la sopa a este señor sin el más mínimo sentido del pudor. Asociaciones de jueces y fiscales, diez miembros del Consejo General del Poder Judicial y todos los españoles con sentido común y de la decencia claman para que Álvaro García Ortiz no acuda al acto y, al menos, preserve la dignidad del cargo: fiscal general del Estado. Es mucho pedir en la España de hoy ese escrúpulo cuando se trata del respeto a las instituciones, sobre todo cuando no se ha tenido reparo en enviar a ministros al frente del Banco de España, al máximo cargo del Ministerio Público o al Tribunal Supremo. La poca vergüenza tiene la enorme ventaja de no reconocer límites. No nos sorprendemos porque el presidente ya reveló el secreto de los reyes magos (¿De quién depende la Fiscalía, ¿eh?), ha quemado la marca blanca que le quedaba (Salvador Illa) en el indecoroso encuentro de Bruselas y hace como el que no ve el vídeo que Pepa Bueno proyectó con sus propias declaraciones sobre la gravedad de un presidente Rajoy que no presentaba el presupuesto y al que entonces exigía la convocatoria de elecciones. Cuando se ha perdido la vergüenza no hay topes a la hora de cumplir el objetivo: seguir en lo alto del machito. No hay ya capacidad de sorpresa, acaso preocupación por valorar si habrá posibilidad de regenerar cuanto se ha podrido.
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