La aldaba
Qué clase de presidente o qué clase de persona
Es verano, fuerte y largo, cada vez más verano, y el calor reblandece el horizonte, como si el tejido del espacio y el tiempo se hubiera vuelto aún más dúctil. El calor hace más visible lo que desde Einstein ya sabemos. Todos y todo descansa sobre una sábana inmensa, sujeta con alfileres en esquinas invisibles, sobre la que bolas de roca y de gas y diminutas partículas ruedan, giran, impactan, nacen y mueren dentro y alrededor de nosotros.
Este proceso es patente también en nuestra diminuta escala. Hace poco, en uno de los encierros de San Fermín, un toro se acercaba a un corredor despistado de camiseta negra. El encierro es una fábrica de imágenes: los balcones a rebosar, los periódicos enrollados, batutas o varitas improvisadas mientras se pide al patrón su bendición, los besos a las estampas y a las cruces, los estiramientos, los grupos de amigos, los padres y los hijos.
Es el paraíso de los fotógrafos. Cuando el cohete sale disparado hacia el cielo de Pamplona y los toros comienzan su carrera, puedes notar cómo el aire y las calles y los rostros y los pañuelos y las camisetas y los brazos se adensan y unen, y así como el polvo estelar se concentra en estrellas, el tiempo parece pararse, como en el momento en el que el toro alcanza al corredor despistado y lo empitona, pero no le alcanza la piel, sino que engancha su camiseta negra, y durante cinco, diez, cincuenta metros, cinco, diez, veinte segundos o minutos u horas o años, el joven se ve arrastrado boca arriba, sintiendo que flota, tal vez no pensando en nada. El filo que separa la vida de la muerte se hace visible por un instante, y nos hiela la sangre.
También en lugares más ordinarios se tropieza uno con estos desgarros del tiempo. En el taxi que me lleva a casa, en un semáforo en rojo, un hombre y una mujer de unos cuarenta años pasean por la acera. Ella lleva un carrito vacío, y él sostiene en sus brazos a un bebé con un casquito blanco, y lo alza y le hace pedorretas. El bebé se ríe, no sabe por qué, sintiendo que flota, tal vez no pensando en nada. De pronto todo parece concentrarse en su rostro: los chorros de luz, las frondas de los plátanos, toda la acera y la calle y la ciudad y el mundo gritan dichosos su nombre. El taxi arranca, los pierdo de vista. El mundo vuelve a su ser, lleno de secretos.
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