Que siga el espectáculo

14 de noviembre 2008 - 01:00

EL gran carnaval se cobra otra víctima. Como ustedes saben, ha intentado suicidarse Raquel Mosquera, la viuda del boxeador Pedro Carrasco, quien sumó a su fama deportiva las de su anterior boda y divorcio con Rocío Jurado. Raquel Mosquera, protagonista por accidente, lleva años dando tumbos por los platós de la telebasura y yendo a la deriva por el peligroso mar de las exclusivas. Tras el duelo, su segundo matrimonio y su maternidad, más las dificultades que le trajo este nuevo enlace, fueron también debidamente escenificadas ante las cámaras de los programas televisivos y las revistas del corazón. Cuando enfermó y fue recluida en una clínica psiquiátrica las televisiones difundieron la imagen tomada con teleobjetivo de una Raquel Mosquera desaliñada y demacrada, hablando sola mientras miraba al vacío a través de la ventana de su habitación hospitalaria.

¿Compasión? No la pidan: esto es la televisión, la nueva versión de las crueles exhibiciones de fenómenos humanos en las ferias, el gigantesco ojo de cerradura por el que hurgar en las intimidades, el frágil tabique a través del que acechar las disputas de los vecinos, el desmesurado ojo de voyeur que más disfruta cuanto más escarba en la privacidad o el sufrimiento de los otros, la danza de la muerte que iguala las extravagancias de las duquesas octogenarias y los desvaríos de las peluqueras viudas de boxeadores, el sueño perverso y torcidamente igualitario de ese monstruo llamado audiencia, que se sienta frente al aparato de televisión como las tejedoras de la Revolución Francesa se sentaban a hacer punto al pie de la guillotina ensangrentada.

¿Que exagero? Recuerden la orgía vergonzosa que protagonizaron las televisiones en Alcácer la misma noche en que se habían descubierto los cuerpos de las tres niñas secuestradas, torturadas, violadas y asesinadas. Recuerden la agonía de la ex mujer de Fernando Esteso de plató en plató, avergonzada e incómoda por mal adaptada al medio. Da igual que sean crímenes reales, dramas familiares, secretos robados o vendidos; da igual que se trate de personajes reales que han alcanzado la fama gracias a su oficio o de esos seres a medias reales y a medias inventados que son los freakies: todo está en venta; todo es válido si atrapa miradas excitando los peores o más vulgares instintos y las convierte en audiencias que se ofrecen a los anunciantes para obtener beneficios. ¿Quién estaría tan loco para oponerse por decencia y razones humanitarias a la lógica del beneficio? ¿Quién sería tan osado para poner límites éticos a la libertad de expresión? Que siga el espectáculo.

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