Si me adoras

20 de agosto 2025 - 03:03

Todos hemos soñado con dar un pelotazo. Y más aún cuando atravesamos un momento particularmente ingrato de nuestra vida o de nuestra carrera profesional. Hace años viví un momento así. En una de las cárceles de Sevilla, donde estuve dando un taller de escritura, me llamó la atención un preso joven, alto, fuerte, guapo. Era muy educado y escuchaba con atención. Por su acento, era dominicano o venezolano, y supuse que lo habían encerrado por un asunto de drogas. Quise salir de dudas y se lo consulté a la educadora de prisiones. “Mejor que no sepas lo que ha hecho ese tío”, me contestó. Días más tarde busqué en Google y encontré la respuesta: aquel chico educado y atento había matado a su bebé de pocos meses. El caso era complejo porque el acusado alegaba que había sido un accidente doméstico, pero la sentencia no admitía dudas: fue un asesinato.

Durante unos días tuve la tentación de escribir un libro sobre aquel chico (no tendría más de veinte años). ¿Había sido un accidente? ¿O realmente había matado a su bebé? El material narrativo prometía: inmigrante latinoamericano, asesinato de un bebé, circunstancias confusas. Yo estaba seguro de que me sería fácil comunicarme con aquel preso en la cárcel, así que podría incorporar su punto de vista sobre lo que había ocurrido, con todas sus mentiras, sus excusas, sus autoengaños. Mi carrera literaria –por llamarla de algún modo– podría haber dado un gran salto con un libro así. Éxito comercial, éxito de crítica. Una historia tan antigua como el ser humano. “Todo esto será tuyo si me adoras”, le dijo el diablo a Jesús en el desierto mientras le mostraba todos los reinos de la tierra. ¿Hay una frase más hipnótica que esta? Jesús se negó, sí, pero ¿y nosotros, los frágiles, los corruptibles, los vanidosos?

Durante días me lo estuve pensando, hasta que me di cuenta de que escribir un libro sobre aquel hombre que había matado a su bebé era una monstruosidad. ¿Qué pretendía demostrar si escribía el libro? ¿Que aquel hombre era inocente? ¿O que era un desgraciado que había arruinado su vida? ¿Que los monstruos pueden tener un rostro aniñado? ¿Que la mente humana es un abismo por el cual todos acabamos despeñándonos? Sí, muy bien, pero todo eso ya lo sabía yo sin necesidad de escribir un libro. Y también sabía que Truman Capote se había vuelto loco cuando escribía A sangre fría. Capote dedicó seis años de su vida a investigar los crímenes de dos desgraciados que habían asesinado a una familia de Kansas para robarles cien dólares. Al final, Capote se hizo rico y famoso con A sangre fría, pero como escritor quedó incapacitado para siempre: se convirtió en un triste imitador de sí mismo y en un alcohólico atiborrado de tranquilizantes. Murió en una cama ajena, balbuceando mientras las pastillas hacían su efecto: “He decidido ir a China, donde no hay telégrafo ni correos”. Y no, eso no era plan. Así que dejé ir el proyecto de escribir sobre el asesino de su bebé. Y por si las moscas, no volví a pisar aquella cárcel.

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