Las órdenes religiosas jugaron un papel económico de primer orden durante siglos en Europa, hasta que las sucesivas desamortizaciones desposeyeron a las llamadas "manos muertas" -la Iglesia católica, las propias órdenes y baldíos comunales- de gran parte de sus propiedades. Antes del afán por constituir un Estado liberal con las del XIX, que se conocen por el nombre de sus promotores más significados (Mendizábal, Madoz), hubo otras enajenaciones en el propio Antiguo Régimen (Carlos III, Godoy). Dos consideraciones ayudan a valorar aquel embarque progresista.

Primera, que la palabra desamortización se refiere a que los dineros obtenidos de la expropiación y la venta de activosreligiosos a inversores privados se dedicarían a compensar títulos de deuda pública, o sea, pasivos del Estado, que ya pues no se deberían amortizar -devolver- con ingresos fiscales corrientes, sino anticipada y drásticamente: con propiedades de la Iglesia y el dinero pagado por ellas por nuevos terratenientes y propietarios de inmuebles antes patrimonio del estamento religioso. Y segunda, que el empeño público post ilustrado destinado a superar los esquemas estructurales de la Edad Media no fue ajeno al conchaveo circular, de forma que de los grandes propietarios de púrpura y sotana se pasó a otros con las patillas unidas al bigote: nuevos ricos afectos al Gobierno de turno y sus prototecnócratas; padres fundadores de fortunas y títulos nobiliarios de nuevo cuño: gente hábil y bien relacionada que acaparó bienes y poder, a precio conveniente. Pero sin que la pretendida redistribución y racionalidad de la propiedad nacional fuera tal de inmediato, e incluso tampoco sea tal hoy en algunas regiones.

La Iglesia y las órdenes religiosas acumularon antes, durante y después del medioevo enormes extensiones de tierras y, en general, capital -cuando aún no existía dicha palabra-, por su conexión con la nobleza, de entre cuyas familias algún heredero tomaría los hábitos, pero no como lo haría un lego o un clérigo sine nobilitate, sino calentito por cuna. De manera que las propiedades eclesiásticas no dejaban de ser una extensión del condado, marquesado o ducado; un patrimonio pariente. A cambio de un sitio privilegiado para toda la familia, así en la tierra como en el cielo. Sin embargo, muchas joyas del Patrimonio Nacional -póngalo en minúsculas si prefiere- lo son de verdad por haber seguido en manos religiosas. Por eso, y ya bien metidos en el XXI, sugiero que marquen la famosa casilla en su declaración de la renta. Que viene, que viene...

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