Enrique / García-Máiquez

La pensión o la vida

Su propio afán

23 de julio 2016 - 01:00

SEGÚN el Tribunal de Cuentas, 30.000 españoles difuntos estaban cobrando su pensión en 2014, tan tranquilamente. El gasto de la cosa asciende a unos 300 millones de euros al año. Ahora no nos sorprende tanto que echemos la casa por la ventana cada Halloween.

La Seguridad Social ha corrido a defender su honorabilidad. Los finados están finiquitados todos; o casi, porque reconoce que alguno puede haberse escapado, que tienen poco personal, que hay asuntos urgentes y que tampoco es tan fácil de controlar… Todo lo cual, sumado a la experiencia japonesa, hace que echemos cuenta al Tribunal de Cuentas.

Japón era un país repleto de longevos hasta que se pusieron a buscarlos. Todo empezó porque fueron a ponerle una medalla a una señora por llegar a los 111 años y se la encontraron momificada, como en la película Psicosis, pero en versión metempsícosis. Aquello pudo abrir una nueva línea de investigación en la egiptología: ¿cómo era el sistema de pensiones en el Bajo Egipto? Pero se centraron en el Imperio del Sol Naciente y resultó que los longevos no eran tantos, y que los largos eran los vivos, que cobraban la pensión. Cuando los funcionarios llamaban a una puerta, el anciano "ahora mismo no se halla" o "salió a por tabaco" o "está de vacaciones" o "no ha vuelto". ¡Y tanto que no había vuelto! Así no tenía mérito que Japón fuese el país con un índice de vida más alto. Por cierto, que el segundo es, ejem, España.

Se entienden bien, en cualquier caso, las reservas y los pudores de la Seguridad Social para perseguir este fraude con las pensiones. ¿Quién se presenta en una casa y dice que venía a comprobar si el señor está de verdad vivito y coleando? Además de la dificultad física de que muchos ancianos acudan a dar fe de vida a las oficinas públicas, está la vergüenza de ponérselo en duda, como si disfrutasen de una libertad provisional.

Habrá que ajustar el sistema para evitar el fraude con delicadeza. Mientras tanto, celebremos su poesía menor. Que un difunto se cuente entre las clases pasivas más que un engaño resulta una exactitud, y, además, en un mundo tan economicista como éste, no deja de ser una especie de inmortalidad adaptada al espíritu de los tiempos. La pensión se transfigura en una forma de vida ultraterrena y un recuerdo imborrable del ser querido y la manera que el difunto tiene de velar e interceder por los que quedaron aquí, en este valle de lágrimas.

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