Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Anatomía de un bostezo
En el otoño de 1973 hicimos un equipo en el barrio. Pasamos de jugar en los jardines y en descampados a hacerlo federados. Teníamos entre 15 y 17 años, nos compramos unas camisetas rojas, nos hicimos la ficha federativa con el reconocimiento médico correspondiente y nos pusimos el poco imaginativo nombre de Unión Deportiva 73. Jugábamos en campos de tierra, algunos sin vestuarios, teníamos que coger varios autobuses y pegarnos largas caminatas hasta llegar al campo de juego. Nos compramos un balón de esos que perdían la pintura, se quedaba solo el cuero que se empapaba con la lluvia y se le pegaba la arena, cualquiera le daba de cabeza; si te daban un balonazo se te quedaba la marca varios días; si te caías, la raspadura de color amarillo en el muslo no había manera de quitarla. Por supuesto ninguno de nuestros padres nos llevaba a jugar, como mucho nos daban el dinero para comprar la camiseta del equipo y para el autobús. Alguna vez iban las chicas de la pandilla a vernos jugar, lo que servía para que los chulitos del equipo pudieran presumir. Por supuesto no había whatsapp ni móviles, así que no quedaba más remedio que convocar a la gente a través del teléfono fijo y si alguno se retrasaba llamar al telefonillo . Todo muy artesanal. Ahora veo que los niños, desde muy pequeños, están en equipos federados, van correctamente uniformados con sus chándales, sus calentapiernas, sus rodilleras llegado el caso, sus botas de marca, su ropa de categoría. No juegan en las plazas , pero entrenan varias veces en semana. Los papás les han metido en la cabeza que van a ser profesionales algún día, se quitan la frustración que ellos mismos tuvieron porque en su día no llegaron donde habían soñado, piensan que sus hijos les van a hacer millonarios y serán como el padre de Lamine Yamal, ricos y famosos. Un amigo que fue futbolista profesional en Segunda y Segunda B, con una familia mediatizada por la fama que llegó a tener el abuelo, máximo goleador de la historia del Cádiz, cuando veía a su primo empujado por el padre siempre decía “mi primo que estudie mucho”. Ahora que veo a tantos amigos obsesionados con las competiciones de prebenjamines, a juveniles de niños que al final no llegarán a nada salvo a tener la frustración de haber querido ser futbolistas, siempre pienso en la recomendación de mi amigo a su primo: lo mejor que harían los padres es meterles a los niños la obsesión por el estudio y la lectura, seguro que en el futuro serían mejores ciudadanos y alcanzarían metas profesionales que sus padres no consiguieron.
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