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Este año el Nobel de Economía se lo han dado a tres investigadores (un norteamericano, un francés y un canadiense), cuyo ámbito de estudio es la repercusión de las innovaciones en la sociedad y viceversa. Esto es, la importancia de la sociedad y sus instituciones para que las novedades medren. El Nobel norteamericano, Joel Mokyr, se ha ocupado en la consignación histórica de tales procesos, mientras que el canadiense y el francés –Peter Howitt y Philippe Aghion– tratan de lo que Schumpeter llamó la “destrucción creativa”, y que no es más que el cambio que la innovación produce en la propia sociedad que lo promueve. Para explicar su teoría, Moryk acude al ejemplo del microscopio y sus posteriores utilidades médicas, biológicas y de diverso orden. Lo cual cabe aplicarse también al telescopio de Galileo y sus lunas mediceas, orbitando en silencio sobre Júpiter.
Lo que viene a decir el Nobel Mokyr es que no basta con descubrir la aterradora fisiología de las pulgas, como hacen Leeuwenhoek y Hooke –y antes Stelluti con las abejas–, en el XVII. También se necesita una sociedad que faculte para tales indagaciones y que halle un modo óptimo de sacarle provecho. Todo el siglo barroco, considerado convencionalmente como un siglo de ignorancia, fatalidad y estrépito, está en es esa novedad que procuraron, por ejemplo, las lentes. Recordemos que el filósofo Spinoza, continuador de Descartes, se ganó la vida en La Haya trabajando como pulidor de lentes, entre otros, para Christiaan Huygens, extraordinario científico y sólido contradictor de Newton. Recordemos también que la pintura de Vermeer, como antes lo había practicado ya Leon Battista Alberti, no sería posible sin la cámara oscura. Todo ese ámbito de innovación –de destrucción creativa, se entiende– es el que se obra durante el barroco por dos motivos, aquí mencionados: por la duda radical que expresa Descartes, siguiendo a Francisco Sánchez, médico español en Montpellier; y por el formidable orbe macro y microscópico que revelaron las lentes.
De la grandeza trágica y acelerada del barroco, de aquella colusión de intereses políticos, científicos, religiosos, económicos y artísticos, nacerá el mundo en el que aún vivimos. Un mundo en que la destrucción conlleva una facultad creativa, y donde la tradición, el saber heredado, es el vivo sustrato de lo nuevo.
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