La aldaba
Qué clase de presidente o qué clase de persona
Esa niña que me crucé hace unos cuantos mediodías, de la mano de su madre y caminando por la escasa sombra de la calle que antes de la llegada de las grandes superficies era la más comercial de San Fernando, resumió la situación mejor que nadie:
–“Mamá, yo quiero puchero”, le suplicó como sólo saben hacerlo los niños.
–“Puchero cómo voy a hacer, hija, con la calor que hace... Eso para el invierno”.
–“¡Pues ya tengo ganas yo de que llegue el invierno para poder comer puchero!”
Y así andamos todos, como esa niña, con ansias de que nos apetezca el puchero, o al menos de que el viento role un poco a Poniente, como parece vaticinar la brisilla que se acaba de colar por mi ventana, por fin abierta durante el día.
A ver si con la llegada de la supuesta estación fría el viento y los ánimos políticos se calman, y los presuntos responsables de este país son capaces, con la cabeza un poco menos caliente, de dirigir sus esfuerzos y, digámolo también, sus palabras a la resolución o al menos el alivio de los problemas que realmente nos afectan. Se ve que ni siquiera los inmisericordes incendios que están arrasando los montes y las esperanzas de muchos hacen que aquellos a los que hemos elegido, también para estas catástrofes, enfoquen su mirada en lo que de verdad está ocurriendo.
Unos y otros continuaron durante los incendios sus vacaciones, supongamos que merecidas aunque siempre “sobrevaloradas”, y a la vuelta se dedicaron a inflamar aún más la situación repartiendo culpas y despojándose de las suyas. El presidente del Gobierno tampoco las interrumpió, aunque al menos no se dedicó a alimentar la bronca conversacional cuando volvió de su retiro. En este caso, como en todos, es pertinente decir que la primera solución comienza a ponerse en marcha cuando empezamos a admitir los fallos, cada uno los suyos. Lo cobarde es hacer como otros niños, que se llevan la mano a la espalda, y aseguran vociferando que la culpa de la rotura del jarrón caído en el suelo es del monstruo malo que vino y se fue corriendo.
Hace poco tiempo pero parecen muchos años, en la Grecia azotada por la crisis, pregunté al propietario del pequeño hotel al que acudíamos con frecuencia en Santorini por las causas de la misma. Su respuesta fue contundente: “Estos políticos que tenemos no son hombres ¡Son niños (’¡pediá!’ dijo él, en ese griego que todos hablamos)!”. Socorrida, pero no es del todo acertada la comparación. La niña que cito al principio no dio con la solución a la ola de calor, pero al menos no culpaba a nadie, y mucho menos a su madre, de que no fuera invierno.
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