Mil perdones

03 de noviembre 2025 - 03:07

Eso de no poder equivocarse debe ser muy duro, insoportable. Implica, desde el punto de vista humano, asumir una cruel ficción. La Iglesia convirtió en dogma la infalibilidad pontificia por estar asistido de Dios. La opinión del Papa era irrefutable. La monarquía también convirtió en inviolables a los reyes por su origen divino. Reyes y Papas disfrutaban de un poder inmune que se desenvolvía fuera del terreno jurídico. Esa ausencia de responsabilidad en todos los ámbitos los convertía en seres distantes cuya contrapartida necesaria había de ser la ejemplaridad. Pero la inviolabilidad no nos ha librado de seres torpes, distraídos, nefastos o corruptos, que se han ido al otro mundo disfrutando de sus prerrogativas y sin otra condena que el implacable juicio de la historia. Hoy no hay institución que mantenga la infalibilidad. Hace mucho que reyes y Papas dejaron de ser soberanos siendo escrutados por el pueblo y la feligresía a la que sirven.

El poder siempre ha mantenido cierto equilibrismo entre la perpetuación y el derrocamiento, entre la ejemplaridad y la perversión, entre la sacralidad y el vicio, entre el engreimiento y la depresión. En este cambio de paradigma, se ha recurrido al polo opuesto a la infalibilidad, al reconocimiento de errores pasados. A pedir perdón ante sus súbditos y feligreses por actos que no han cometido ellos mismos. Quienes antes buscaban la distancia por medio de estrados, tronos, altares y palabras solemnes cargadas de simbolismo, ahora persiguen la cercanía, la humildad, al menos formal, de un perdón institucionalizado por pecados que ya no dañan.

El poder se ha concedido un privilegio más, el de pedir perdón y ser perdonado. Pidió el Papa perdón, siglos después, a Galileo. El rey Juan Carlos por cazar elefantes. El Papa Francisco, nada menos, que por todos los pecados de la Iglesia Católica. Pide, ahora, el ministro Albares un insólito e injustificable perdón a Méjico. Perdones anacrónicos, justificativos. Inexplicables. Descontextualizados. Ahora que el poder ya no es tan divino debería, al menos, respetar el perdón.

Pedir perdón sólo beneficia si es sincero. Daña si es impostado, nace de la manipulación y busca la propaganda. El verdadero perdón es raro, sagrado, íntimo. Sincero por quien lo pide, generoso por quien lo concede, nunca utilitario. El perdón se da y recibe con el alma y no con el vil cálculo del interés.

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