Desde saturno

Jorge Bezares

Una de indios

17 de enero 2011 - 07:48

DE pequeño me preguntaban cada dos por tres qué iba a ser de mayor. Lo hacían mis mayores acompañando la pregunta con un pellizco en los mofletes y una sonrisa sádica que componían un sutil e infantil tercer grado en toda regla. Quise ser un poco de todo, pero los oficios resultaban un tanto inconfesables. Desde que vi en cinemascope Un hombre llamado Caballo, con Richard Harris convertido en un lord inglés renegado, me apunté a ser un sioux. Antes, impresionado por Centauros del Desierto, con John Wayne como Ethan Edwards y con John Ford como John Ford, quise ser vaquero. Con Robert Redfort convertido en Jeremías Johnson, no lo dudé y me hice trampero en las Montañas Rocosas. Con los indios crow pisándome los talones me atiborré de spagueti western y me llamaron incluso Trinidad hasta que El jinete pálido me llevó a las praderas de Bailando con lobos y todo ello Sin perdón, con Clint Easwood y Kevin Costner como nuevos profetas del cine del Oeste pata negra.

Como ustedes comprenderán, nunca confesé a mis mayores cuáles eran mis verdaderas aficiones, ni siquiera les tarareé la banda sonora de El Bueno, el Malo y el Feo para darles una pista. Cuando estaba terminando bachillerato, le comuniqué a mi padre que quería ser periodista. Siempre me gustó este oficio por el espíritu canalla y fronterizo que atesoraba.

Hoy, después de 25 años de plumilla, si alguien me preguntara de nuevo, contestaría que, aparte de jubilado o prejubilado saludable y de visitante dominical al monte, cocinero. Ya no quiero ser indio, vaquero, trampero, bueno, feo o malo. Uno tiene derecho a madurar después de visualizar cienes y cienes de veces todas las películas del Oeste que han caído en mis manos, y ahora, insisto, quiero ser cocinero. Pero cocinero especializado en puchero (cocido en los Madriles gracias al chorizo y a la morcilla), el plato más monumental de la cocina patria. Después de tocarme la cocina por castigo y por moderno, hago un puchero con su trozo de ternera, una pechuga de gallina, un hueso de jamón, el resto de avíos y una buena papa de Sanlúcar de Barrameda (patata de Galicia en los Madriles) que provoca un sudor tan placentero que te acompaña durante toda la siesta. Si en vez de siesta la pareja apuesta por la fiesta como postre divino, el sudor se torna en lagrimones de felicidad conyugal con sabor a limón. Me sale tan bien que si no fuera porque tengo poquita voz pero muy desagradable, le hubiera cantado más de una saeta antes de arrojarle al corazón un matita de yerbabuena.

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