La aldaba
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Este verano, recorriendo la Costa da Morte gallega, asistí a una misa de peregrinos en la hermosísima iglesia de Santa María das Areas, en Finisterre. El cura era un hindú de raza casi negra que debía de haber nacido en Goa o en Kerala y que daba la misa en una extraña mezcla de inglés y de castellano que sonaba muy rara pero que quizá era el lenguaje más adecuado para una misa de peregrinos. Y a pocos kilómetros de allí, en Camariñas, me asomé una mañana al patio trasero del apartamento y vi a un africano muy joven trabajando con un rastrillo en el huerto de calabazas que había detrás de la calle. Y en el puerto de esa misma ciudad vi a la tripulación de un pesquero remendando redes en el muelle. La mayoría eran africanos a los que los viejos pescadores gallegos que aún faenaban en el mar les enseñaban el arte de usar la aguja para remendar una red de pesca. Si no fuera por esos africanos, pronto se perdería el arte de remendar redes y quizá también nos quedaríamos sin tripulaciones para los barcos pesqueros. ¿Sobraban? ¿Eran peligrosos? ¿Ponían en peligro nuestras costumbres? En absoluto. Es más, entre los pescadores gallegos y los recién llegados se percibía una inconfundible camaradería. No había ni desconfianza ni hostilidad de ninguna clase. Más bien todo lo contrario.
Ahora bien, uno se pregunta qué pasaría si en esos pueblos pesqueros de la Costa da Morte de pronto aparecieran barrios enteros llenos de mujeres con hiyab y de hombres barbudos con chilaba, con las calles llenas de cafetines en los que sólo se viesen hombres ociosos que se pasan la vida tomando un café y donde las mezquitas llamasen ruidosamente a la oración cinco veces al día. ¿Sería la convivencia igual de armoniosa? ¿Surgirían conflictos? ¿Se iniciaría una incontrolable espiral de desconfianza? Si somos sinceros, lo más razonable es pensar que sí. Es inimaginable que un pueblo de unos 10.000 habitantes pueda acoger una inmigración que altera por completo su forma de vida sin que surjan problemas. Estamos hablando de inmigrantes que se empeñan en mantener sus costumbres y que no muestran ningún interés por adaptarse a la forma de vida tradicional del lugar de acogida. Estamos hablando de una población recién llegada que exige un menú especial en el comedor del colegio y que lleva a sus hijos a clases de religión musulmana y que no se mezcla con los habitantes autóctonos por miedo o por desconfianza o porque se ven distintos y quieren continuar siendo distintos.
Este es el gran problema que cambia por completo las cosas. Los judíos que emigraron a Estados Unidos o a Argentina a comienzos del siglo XX se ponían nombres de pila cristianos –piensen en Philip Roth o en Hannah Arendt– y no pretendían mantener una forma de vida totalmente ajena a la cultura de acogida. Y lo mismo ocurría con los inmigrantes andaluces que se iban a trabajar a Alemania o a Suiza. Pero nada de eso ocurre con muchos inmigrantes procedentes de países musulmanes. Y eso lo cambia todo. Todo, sí, todo.
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