La aldaba
Qué clase de presidente o qué clase de persona
Es curiosa la inesperada manera en la que algunas comunidades autónomas están cuestionando el Estado de las Autonomías, consagrado en la Constitución. No hablo ya de las pulsiones separatistas, tan traumáticas hace poco tiempo, de Cataluña, que no estaría mejor en ningún otro sistema que el que disfrutan en la actualidad. Ni me refiero al felizmente superado desafío terrorista en el País Vasco, entrado por fin en la razón de la que no debieron salir nunca. Ahora estoy hablando de la actitud escapista de algunos gobiernos regionales cuando han llegado las dificultades.
Pasó con la pandemia del Covid 19, ha pasado recientemente con la dana en Valencia y está pasando con la plaga de incendios en la parte oeste de España. De pronto, con el humo parecen esfumarse también las responsabilidades y competencias atribuidas exclusivamente a las comunidades para la gestión y prevención de estas catástrofes. Ante lo evidente del desastre, no se limitan a solicitar y reconocer la ayuda de la Administración central, sino que hacen recaer todo el peso en esta, queriendo espantar así todas las culpas, si es que existieran.
Es normal entonces que nos preguntemos para qué queremos autonomías, para qué están y para qué hay que defender su existencia como lo que deben ser en realidad, despojándola de la envoltura sentimental y pretendidamente racial en muchos casos: como una mejor forma de gestión, pegada al terreno y ejecutada por quienes viven y conocen mejor los problemas. Para qué las queremos si cuando deben demostrar este conocimiento directo levantan la voz y las reclamaciones al Estado, como si ellas no lo fueran también y como si clamaran justicia al Dios protector.
Las comunidades autónomas deben demostrar que son algo más que unas administraciones, muchas veces engordadas de consejerías, cargos y asesores, especie de refugio con residencias oficiales para los partidos cuando se pierden puestos en otras instituciones, centros de contrapoder y enfrentamiento con el Gobierno central y máquinas de inventar días nacionales, medallas y reconocimientos a hijos predilectos, o grandes talleres de reparación, respiración asistida y recuperación de costumbres folclóricas, muchas de ellas naturalmente en decadencia.
Todo eso puede estar muy bien, y hasta podemos plantear que sea conveniente para mantener un cierto espíritu, el equilibrio y contentar ciertas pulsiones, pero no es ni de lejos la razón por la que fueron, o debieron ser, teóricamente concebidas: administrar mejor las necesidades y riquezas de los ciudadanos que las habitan. No se nos debería olvidar.
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