F UI corriendo al supermercado, al filo de las nueve y media, para pillar unas tortitas que olvidé por la mañana. Quería preparar unos burritos y atravesé la puerta derrapando. Una vez dentro, respiré aliviado: "A lo justo". Pero al acceder a los lineales, dos cajeras me frenaron en seco: "Estamos cerrado". Pedí pasar sólo un segundo, pero archivaron mi causa sin piedad, porque hacía la friolera de dos minutos que se rebasó la hora del cierre.

Tras lamentar la falta de humanidad, de vuelta a casa, me pregunté con el mosqueo por la alimentación de los pollos que comemos a unos dos euros el kilo -cualquiera sabe, me dije- y cuestioné incluso el origen de esos tomates tan perfectos, tan dibujados como la mayoría de los líderes políticos nacionales: la misma americana, parecido corte de pelo, camisa blanca y vaqueros. Buena presencia y poco paladar para conectar con el pueblo. De repente, me embargó la nostalgia y me acordé de mi amigo Tomás. No sólo era el dueño del almacén de la esquina, que fiaba a medio barrio. Tomás era una gran persona. En los tiempos muertos, jugaba al ajedrez con la clientela. Siempre una cara amable y un consejo: "Si te llevas las naranjas, mételas en la nevera". Jamás me dejó en la calle. Y aunque cobraba más caro que la plaza, no sumaba los intereses a fin de mes. Hoy tenemos para los desavíos a una familia china, que espera hasta las tantas. A veces dudo de si cierran alguna vez. Allá que fui y, por supuesto, tenían tortitas. En los chinos encontramos casi de todo, aunque la relación es diferente porque hablamos lo justo con ellos: ni consejos, ni partida, ni crédito.

Las grandes superficies están hechas a medida de la sociedad actual de consumo, siempre con el tiempo justo para llenar el carro, el sábado, cuando además toca visitar a la familia, limpiar el coche y, si es posible, salir con los tuyos a tomar algo. La compra por internet en el súper gana adeptos porque así hemos organizado nuestras vidas. En algunos, tratan de evocar los mercados de toda la vida cantándote las ofertas de pescadería, pero la atmósfera es tan distinta como el factor humano. Antes quien te atendía en el almacén, en el banco y en la agencia de viajes, sabía lo que necesitabas mejor que tú. Eran profesionales que aportaban valores intangibles. Ahora llegas a una gran superficie y no sabes ni lo que venías a comprar. A veces, te sientes perdido entre mil referencias, como cuando llegas al banco y sólo hay una persona en la caja, agobiada por la cola de gente, a la que sólo le falta un cartel que diga: ¿Aún no sabes utilizar el cajero y el móvil? Entonces aceptas que mandan las nuevas tecnologías y te encomiendas desde el sofá de tu casa a un asistente virtual, que intenta venderte un seguro. Las sociedades avanzan en cada nueva era y ésta no es una excepción, aunque el peaje de lo moderno sea desesperante al principio. Puedes pedir información para una hipoteca, aunque te lleve un par de horas. O un bono social o más megas, a riesgo de que se te salten las lágrimas. Puedes organizarte un viaje, aunque te den las tantas frente al ordenador. Luego, si te equivocaste con la reserva, puedes jurar en arameo mientras te acuerdas de tu agencia de toda la vida. Donde antes había personas ofreciéndote un servicio, ahora hay un operador que lamenta no poder atenderte tras media hora colgado al teléfono. Entonces sales a tomar aire y te cruzas con vecinos con los que no pasas del saludo en años, por lo que no te atreves ni a pedirle un poco de sal. Y mucho menos, unas tortitas de maíz. Pero eso sí: son tus amigos en Facebook.

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