Notas al margen
David Fernández
Del cinismo de Sánchez a la torpeza de Feijóo
DORMIR pocas horas tiene algunas ventajas, también inconvenientes, pero disponer de más tiempo permite, por ejemplo, seguir algunos programas de radio sobre temas esotéricos, reservados para la madrugada y una escasa audiencia.
Me refiero a programas del estilo y contenido del conocido 'Cuarto Milenio' de la Cuatro y algunos programas similares de las emisoras de radio.
Hablaban una de estas noches de "experiencias cercanas a la muerte" de personas que habían vivido situaciones límite entre la vida y la muerte sometidos a un proceso anestesiante durante una intervención quirúrgica o por un accidente.
Quienes participaban en el programa estaban avalados por titulaciones y experiencia profesional. Psiquiatras, doctores en medicina, periodistas, investigadores, todos "expertos" en estas cuestiones y narraban situaciones vividas muy de cerca, citando lo descrito por quienes habían pasado por estas experiencias y lo habían plasmado en libros o artículos -'Al otro lado del túnel' o 'Un camino hacia la luz en el umbral de la muerte'- y eran, a su vez, personas merecedoras de toda credibilidad.
De todo el contenido del programa me llamó extraordinariamente la atención una parte en la que todos los contertulios parecían estar de acuerdo: la diferencia entre cerebro y mente. El cerebro, algo material, que nace y muere con nosotros, cuyo funcionamiento es susceptible de estudio y manipulación, y la mente, algo inmaterial donde se "alojan" los sentimientos como el amor, el odio y otros que nos precede y sobrevive.
No profundizaban mucho más en el tema, pero para todos ellos estaba claro que esa inmaterialidad de nuestra mente no tenía por qué estar limitada en el tiempo, no estar sometida a las leyes de la vida material con un nacimiento y una muerte ciertas.
Mientras los oía, mi pensamiento, de persona creyente, trataba de dar sentido a tan sorprendentes revelaciones y esperaba que alguno de los participantes en tan interesante coloquio pronunciara la palabra a la que yo había equiparado aquella descripción de la mente inmaterial y eterna: el alma. Nadie la pronunció.
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