DE POCO UN TODO

Enrique / García-Máiquez

La alegría del fallo

POR respeto a la objeción de conciencia hice la mili. Me convenía objetar, pero, como no tenía reparos morales contra el Ejército, hacerlo me pareció tomar el nombre de la conciencia en vano. Si no era (ni soy) pacifista es porque aprecio la paz, empezando por la de mi propia conciencia, así que, a pesar de mi carácter y costumbres poco marciales, me vestí de marinerito, hice la instrucción, desfilé y toda la pesca.

No lo cuento para recordar batallitas, sino para enfocar correctamente el asunto. La conciencia es algo muy serio. Por eso me extraña la alegría con la que muchos han recibido un fallo del Supremo que la limita y constriñe. En este caso concreto, niega a unos padres la posibilidad de objetar a una asignatura particular, de acuerdo, pero como principio general opta por la imposición sin resquicios de la ley.

Quienes argumentan que las leyes están para cumplirlas olvidan que justamente contra ese axioma absoluto surge la objeción. Dejar un pequeño margen al individuo frente a la ley es un mecanismo de seguridad democrática, pues evita la tentación de que las mayorías impongan su manera de ver la vida a las minorías a golpe de urna. Por eso, exigir que la objeción venga reconocida por una ley es, en el fondo, una contradicción clamorosa.

El peligro de la objeción, argumentan los partidarios de prohibirla, es que podría dar lugar a una ciudadanía a la carta. Sin embargo, cumpliendo dos requisitos de sentido común, no es tan subversiva como se temen.

En primer lugar, tiene que existir un auténtico conflicto de conciencia. En este caso lo hay, y para más inri con base constitucional: el art. 16 establece el derecho a la libertad ideológica y el 27.3 el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación moral y religiosa que esté de acuerdo con sus convicciones. La Educación para la Ciudadanía, por el contrario, confiesa que su objetivo es "formar la conciencia moral de los alumnos" y defiende el relativismo moral, la ideología de género, el positivismo jurídico y "valores constitucionales" como el de explicar el funcionamiento de un preservativo, invocado tal cual, como valor constitucional, por un exultante (y quizá provocativo) José Blanco.

En segundo lugar, los objetores han de asumir unos deberes paralelos, incluso más gravosos. Los padres objetores, que han defendido sus principios con un valor cívico heroico, estarían encantados de que sus hijos cursaran una asignatura alternativa, aunque fuese más exigente, con tal de que no vulnerase sus creencias.

La sentencia completa tardará unos meses en ser redactada y entonces veremos hasta qué punto los magistrados han hecho equilibrios doctrinales y advertencias en la letra pequeña, que todo parece indicar que las han hecho. Pero mientras esperamos cuesta entender tanta alegría por el fallo. Ahora somos menos libres: nuestras conciencias -las de todos- cuentan menos.

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