cuchillo sin filo

Francisco Correal

Triángulos y cordilleras

14 de octubre 2011 - 01:00

LLEVO veinte años ejerciendo el magisterio o el aprendizaje, según se mire, de la paternidad. Tuve un catedrático de primera división en la persona de mi padre, a quien el 12 de octubre, en el quinto aniversario de su ausencia, le dediqué una lágrima furtiva y una cita del teólogo gallego Andrés Torres Queiruga: "La muerte es la certeza; la inmortalidad es la esperanza". Sacó una familia de cinco hijos adelante en tiempos muy difíciles y la semilla todavía se esparce: hoy cumple un año el octavo de sus nietos, Marta, la única que vino al mundo con el gran padre -cómo dominan los superlativos los franceses- ya fuera de escena, porque el pequeño de mis hijos nació dos días antes de la marcha de su tocayo y abuelo. El mismo día que le dieron el alta hospitalaria al niño y a la madre, le dieron la baja a mi padre en este mundo.

No conozco nada más placentero que llevar a los niños al colegio. Se me escapan las mayores, una en la Universidad, otra en el instituto, que me dan sopas con hondas en lingüística y en semiótica, pero me queda el último eslabón, mi infancia recuperada. Pido disculpas por hablar de algo tan próximo, tan de las entrañas (que de ahí viene entrañable, y no de las cursilerías con que a veces empalagamos el idioma), pero es que mi niño es todos los niños del mundo. Querer a un hijo es mucho más difícil que tenerlo. No digo, Dios me libre, que la maternidad consista en tenerlo y la paternidad en quererlo. No hablo de biología, sino de sentimientos. Los niños se han convertido en monedas de cambio de los chantajes sentimentales, en peones de hipotecas inmateriales, y a veces conocemos la traumática resolución de estos conflictos. En los juzgados de turno se notifican los turnos de las custodias, como si los niños fueran animales de compañía. Hemos pasado de la familia numerosa a la familia numerada. Amores de albarán y de reparto, como si el cariño en el seno de una familia se pudiera legislar con un tratado de Utrecht de trapos domésticos.

Tener un hijo es muy fácil. Hasta la madre de Hitler, la pobre, lo tuvo. Hay millones de personas que nunca procrearon, pero son capaces de crear y de creer, de hacer lo indecible por los huérfanos de mil abandonos. Y padres biológicos que perpetran las peores atrocidades que a veces nos dejan sin aliento en el telediario. El mercantilismo infantiliza a los adultos y reduce al máximo la infancia para hacer adolescentes precoces, el parnaso del consumismo. No hay minutos de silencio ni banderas a media asta por los niños asesinados, como si fuera una estadística que no despierta nuestra rabia de hombres que un día fuimos de la mano de nuestros padres camino del colegio. Ese asilo diplomático de los triángulos, los acentos y las cordilleras.

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