Ala salida del campamento, mi hijo de seis años gritó en medio de la melé de madres y abuelas que recogían a sus retoños en la puerta: "¡Me han salido varias pollas!" No sé cómo reaccionaron las madres, porque no levanté la vista del suelo. Yo di el mismo respingo, más o menos, que ustedes al leerlo. "¿Qué ha pasado, hijo mío?", pregunté con angustia. "He perdido los calcetines y los zapatos ortopédicos me han hecho un montón de…". "De AMpollas". "Me duelen mucho". "Bien, pues vamos a casa corriendo", le empujé, con el deseo de quitarme cuanto antes de en medio. Entonces, en cambio, hizo una demostración de dominio perfecto del doble sentido, a pesar del dolor o gracias a él: "Corriendo ni hablar, papá: mejor pitando". Con el bochorno, me monté en el coche sin sospechar nada.

Al día siguiente ya empecé a sospechar que el niño no tiene problemas con el lenguaje, sino guasa. Dio en decir que, como su hermana se había hecho una herida en el pie, había que "putárselo". ¡Es "AMputárselo"! "Ah". Luego le escucho decir a voz en grito: "Qué peazo am-PUtada le he hecho".

Hoy, en la piscina, el niño de las amputadas no sabe hacer, a diferencia de sus amiguitas más flexibles, ni el pino puente ni el pino normal ni las mil y una volteretas. Pero me dice: "He aprendido a hacer el pino plancha", y se hace el muerto. Luego: "Y sé hacer el pino al revés", y se pone en posición de firmes con los brazos extendidos hacia arriba. Definitivamente, el niño lo que gasta es una guasa que le rebosa.

Lo que me parece prometedor, en parte, porque soy un padre que abuelea, como salta a la vista, y, en parte, porque la literatura es eso: reírte de los tabús por la espalda y cogerle las vueltas (el pino al revés) a nuestros complejos. No sé si podríamos hablar de la octava función del lenguaje, pero tal vez. Yo apenas hago otra cosa en mis artículos.

Por si quedaba alguna duda, ahora mismo. Les digo a él y a su hermana: "En cuanto termine de leer este libro me baño con vosotros. Me quedan dos páginas y media, ¡y me ha encantado!" "Te está encantando", me corrige el pequeño monstruo. Y su hermana le apoya: "En las dos páginas que te quedan aún pueden aparecer unos demonios". "O", añade el hermano, "pueden ponerse a decir un montón de palabrotas". Ahí está, me digo, el tabú del tururú suyo de estos días. Levanto la mirada para sorprender su cara de guasa. Pero me encuentro una cara de póker.

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