La esquina
José Aguilar
Yolanda no se va, se queda
FUI por primera vez a Libia en 1979 para asistir a la conmemoración del décimo aniversario de la Revolución libia, es decir, del derrocamiento de Idris, monarca despótico y corrupto al que, tras la independencia de Libia en 1951, las potencias ganadoras de la II Guerra Mundial habían regalado a los habitantes de aquel nuevo país creado por la colonización italiana. Diez años de revolución serían suficientes para que los propios libios adquirieran conciencia nacional, para que hicieran país, pero la sensación, al menos en la Tripolitana, era que no había nada, que uno asistía sólo a un constante acto público pro Gadafi.
La sociedad no oficial no aparecía por ninguna parte. Un día decidí coger un bus. La cara de los sufridos civiles era todo un poema: un extranjero con cara de guiri a bordo. El chófer se acaloraba con el hombre con traje oscuro a rayas que había en todas partes; arrancó, siguió la bronca y al poco, sin protestas, nos echó a todos abajo. Me volví andando, porque no me había dado tiempo a perderme, al Hotel Playa, el único entonces disponible. Por la tarde, vinieron a preguntarme que adónde iba: de compras y a ver algo. Al otro día me pusieron un coche y dos hombres con traje. No vi casi nada, el castillo español, y compré menos: es que había poco que ver.
Bengasi era otra cosa, allí se veía gente, incluso iniciativa; por primera vez vi a unos muchachos cobrando por pesarse en la calle en un peso de cuarto de baño. Volví muchas veces, y con el tiempo conocí más a la gente, sobre todo a los jóvenes que se negaban a ir al matadero de la guerra con Chad. Se dice ahora que Libia es una sociedad tribal, y la gente se imagina a Ruanda. Pero no es así, en Libia sólo hay dos tribus: los pro Gadafi y la oposición, hasta hace poco, invisible. Tribus hay, pero no diferencias étnicas; menos los escasos bereberes de suroeste, todos hablan árabe y son sunitas.
Gadafi llegó al poder al frente de los Oficiales Libres, en la ola del nasserismo. Su llegada fue vista con simpatía: acababa con la monarquía, nacionalizaba el petróleo, echaba a los militares extranjeros y mandaba tropas a luchar contra Israel. Derrotados los árabes otra vez, Gadafi se siente el amo del mundo árabe primero, muerto Nasser, y vivo el traidor Sadat. Siendo laico al principio, islamiza su discurso, como hicieron todos los dirigentes de entonces para hacer frente al naciente islamismo radical tras la decepción con Occidente por la tolerancia y apoyo al sionismo.
El Islam es el sustrato cultural del nacionalismo árabe, como predicaba el mismísimo Michel Aflaq, cristiano, fundador del baasismo. Luego se volvió loco, con su Libro verde, con su socialismo, con su iluminación antiimperialista y con su abrazo a la Yamahiriya sucesoria, copia de sus colegas dictadores del orbe musulmán, cristiano o budista, que en asuntos de dictadura, las religiones son todas iguales.
La gente se ha hartado, 42 años son muchos, sobre todo sin libertad y han decidido que no están dispuestos a que se muera en la cama, como Franco, a pesar de que ahora vamos por el mundo vendiendo ejemplo. Gadafi es muy superior militarmente a los rebeldes, aunque no está claro que los pueda vencer. Cuando escribo estas líneas aún no ha tomado Bengasi. Además, es muy listo y ha trazado una trama de intereses económicos financieros que tiene atrapada a la hipócrita UE en su red de compromisos.
Los rebeldes enarbolan la bandera de la monarquía, lo cual quiere decir que no dan por bueno ni un solo día de la era Gadafi. Pero no quiere decir ni que sean monárquicos, ni confesionales, sólo que no soportan más la ausencia de libertad. El principal problema ahora en Libia tiene tres frentes: que se perpetúe Gadafi, malísimo ejemplo para el resto de corruptos del mundo árabe y no árabe; que surjan movimiento radicales de corte islámico, ante otra frustración por la traición de Occidente, o que se produzca una fractura territorial del país.
Hay tribus, pero sobre todo son territoriales, es decir, medidas hoy en razón de su ubicación cerca de los yacimientos petroleros, los más importantes en la Cirenaica, donde es más fuerte la insurgencia, hay más identidad nacional y religiosa, menos agraciados por el régimen y donde se produjo la mayor resistencia a las invasiones extranjeras, cosa en la que no destacaron los gadafas, la tribu del coronel. Además, en la ausencia secular de Estado en aquellas tierras semidesiertas e infelices, los senussi, una cofradía musulmana de amplía implantación, vertebran la escasa vida colectiva y articulada de la que pudieron disfrutar alguna vez. Los libios sin dinero no interesan, parece, muy a pesar de que Trípoli aún atruena en el himno de los marines.
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