Yo te digo mi verdad
Manuel Muñoz Fossati
Vuelve el cristianismo
MAÑANA comienza lo realmente interesante. Cuartos de final en una Eurocopa. Acontecimiento que traducido resulta: "Oportunidad única de ver a hombres llorando a moco tendido". Así es. Así es como mi cerebro ha terminado interpretando, tras años de observadora consorte, las grandes citas futbolísticas. Y no me mueve el sadismo, no piensen, sino una mezcla de ternura -oh, pobrecillos- y estupefacción esotérica. Pertenezco a una generación bisagra entre los hombres de siempre -modo coñac Soberano- y la metrosexualidad campante -modo mechas-, con lo que las lágrimas masculinas han sido, en mi universo simbólico (y vital), tan raras como las lágrimas de minotauro. En mi mundo, los umbrales de dolor han seguido siendo genéricamente diferentes. ¿Mujer con cólico nefrítico? Hace la cena de Navidad. ¿Hombre con gripe? Se muere. ¿Desengaño amoroso femenino? Hay que ponerle un tranquimazín bajo la lengua. ¿Desengaño amoroso masculino? Ella se lo pierde -ahogando los hipidos-, vamos a por unas cerves.
En fin, un desastre. Así, ver a tipos hiperdesarrollados cual Terminators llorando como críos porque la han pifiado en una jugada o porque su equipo ha perdido tiene para mí una cualidad mágico-mistérica. De hecho, hay algunos de ellos -como Schweinsteiger, je, y yo que creía que escribir Schweppes era díficil- a los que sólo recuerdo haber visto llorando y comiendo césped.
Ante sus llantos, me siento privilegiada cual replicante ante la puerta de Tannhäuser. He visto a Torres tirado en el suelo como una cucaracha, desconsolado en la final de un Mundial. A Casillas gritar "¡Sois unos mierdas!" mientras se secaba las lágrimas en un Madrid-Barça. A Cristiano Ronaldo hecho un trapo ululante cuando Francia eliminó a Portugal en las semifinales del Mundial de 2006.
Empieza el espectáculo.
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