En tránsito

Eduardo / Jordá

Heaney

31 de agosto 2013 - 01:00

ME entero de la muerte del poeta irlandés Seamus Heaney en un día nublado, con ráfagas repentinas de aire fresco, mientras las gaviotas vuelan tierra adentro y apenas se ven bañistas en la playa. De repente, este sur caluroso se ha transfigurado en un paisaje irlandés, y es curioso que eso haya ocurrido justo cuando ha muerto un poeta que escribió mucho -y muy bien- sobre el paisaje irlandés. Porque si recuerdo los poemas de Heaney, lo primero que se me viene a la cabeza es el campo irlandés, con sus ondulaciones y sus postes de telégrafos y sus granjas perdidas en una colina. Y pienso en un campo de patatas y en la bicicleta que un cartero se ha dejado apoyada contra la pared. Y pienso en la chimenea de una central lechera ante la que se han detenido un grupo de chiquillos. Y pienso en un hombre que parte un bloque de carbón para encender la cocina de su casa. Cualquiera que conozca Irlanda sabrá reconocerla enseguida en los poemas de Heaney.

La vida de Seamus Heaney lo había predispuesto a escribir sobre ese paisaje y a contar la vida de la gente anónima que vivía allí. Y es que Heaney nació en 1939, en una granja del condado de Derry, en Irlanda del Norte, en el mismo lugar donde habían vivido su padre y sus abuelos, que tuvieron que subsistir de forma muy precaria extrayendo turba y cultivando patatas. Era un paisaje inhóspito de turberas, árboles retorcidos y lagos de agua oscura. John Ford lo retrató en El hombre tranquilo como si fuera un lugar idílico donde todos querríamos vivir, pero en realidad no lo era en absoluto. Muchos de los habitantes de aquella región habían tenido que emigrar a América, aunque la familia de Heaney -católicos rodeados de protestantes- se quedó allí. Eran gente testaruda. Eran gente decente. Igual que Heaney. Igual que su poesía.

Heaney ganó el premio Nobel en 1995 y en 2008 estuvo en Córdoba, leyendo sus poemas en Cosmopoética. Por lo que sé, nunca se le subieron los humos. Un amigo se lo encontró firmando libros en una librería de París, y cuando le comentó que le gustaban mucho sus poemas, Heaney lo invitó de inmediato a una fiesta irlandesa que daba en el piso de unos conocidos. Mi amigo llegó a la fiesta, oyó risas y carcajadas y vio que le ponían un vaso de whisky en la mano… y ya no recuerda nada más. Los poemas de Heaney procedían en sentido contrario: el lector iba abriéndose paso a través de una especie de niebla léxica hasta que al fin alcanzaba la misteriosa camaradería esencial que latía al fondo. Era muy grande, Heaney, créanme.

stats