Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Conspiración?
De todo un poco
LOS conductores de trenes de Estocolmo han decidido ponerse faldas en protesta por no poder lucir unos pantaloncitos cortos cuando aprieta la calor. En el código de vestimenta de la empresa Arriva se admiten las faldas, pero no los shorts, como los llaman. Prohibirles a los hombres unas prendas permitidas, porque son tradicionalmente de mujeres, sería una discriminación por razón de sexo. La empresa, por tanto, no pone peros a las faldas, tan fresquitas.
Hace muy bien. No tanto, en mi opinión, por su política antidiscriminatoria, como por la comercial. Nada más que por la curiosidad del respetable, aumentarán al principio los usuarios del transporte urbano. Ver al prójimo haciendo el indio (o el escocés) ha sido siempre uno de los mayores entretenimientos de la humanidad. Y cuando se mustie la curiosidad, con algo de suerte y de perseverancia por parte de los reivindicadores, se terminará creando una curiosa tradición, como el gorro de los gondoleros de Venecia y sus camisetas a rayas o el color amarillo de los taxis de Nueva York: la falda holmiense. Caerá en gracia a los turistas. Como ellos son tan partidarios de los pantalones cortos, no entenderán nada, que es la manera suya de disfrutar de sus viajes.
Más allá de la anécdota, todo un abanico de categorías, a escoger. La incómoda constatación de que la comodidad se ha convertido en uno de los valores de Europa. No otro principio invocan los ferroviarios falderos: "Es una cuestión de comodidad", ha declarado el maquinista Martin Akersten. Quedaron muy lejos los tiempos en que todos se enorgullecían de vestir con propiedad su oficio. No hace falta ser un lince para darse cuenta de que la dignidad del uniforme y la del oficio funcionaban como vasos comunicantes.
El igualitarismo, que tantas cosas buenas trajo, otras torpes acarrea igualmente. La pérdida de la galantería no es la menor. ¿No es una falta de delicadeza considerar lo mismo las piernas de una señorita o señora que las de un tiarrón? En vez de la reverencia tácita y el piropo implícito de dejar que sean ellas las que se pongan faldas si quieren hacernos el favor, los del tren de Estocolmo preguntan: "Y yo, ¿por qué no?". Que es una pregunta de respuesta tan obvia que no tiene contestación. "Los pasajeros se nos quedan mirando, pero hasta ahora nadie ha dicho nada, al menos no a mí", ha declarado Akersten. Y yo le creo, porque qué va uno a decir.
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