La aldaba
Sánchez aguanta más que el teletexto
Un mes antes de la tragedia, en el callejón de una plaza madrileña de tercera, Paquirri me explicaba que continuaría toreando. Por entonces, algunos le habían asignado el camino de la retirada. El torero, fijando su clara mirada en mis ojos fue explícito:"La temporada sigue. No me voy. Nunca daré la espalda a nada". Y en otra respuesta fue más contundente: "A la muerte siempre hay que mirarla de frente". Profetizó su final. A finales de septiembre, entre ese mar de encinas y naturaleza pletórica que son Los Pedroches, en una enfermería huérfana en medios, pedía tranquilidad en una habitación enloquecida por la inquietud, se refrescaba la boca y escupía el agua -sabía que era contraproducente beber en ese momento-. Paquirri, al que le hubiera gustado ser médico, decía al cirujano:"Doctor, tengo dos trayectorias...". Para un reportaje que realicé sobre sus últimas horas, recorrí aquella enroscada carretera que descendía desde Pozoblanco a Córdoba. Atisbé que aquella travesía era como una terrible boa que debió paralizar el tiempo mientras la roja sangre de Paquirri se precipitaba en el albor de aquel otoño. Intuí en ese recorrido el renquear de una ambulancia que en lugar de ulular, aullaba por su inminente muerte. Y llegó entonces el blasón de mito, de leyenda. De nada había servido horas antes el sobresalto a cloroformo, su tranquilidad dormida en un nido de ruido y nervios. Nada pudo evitar que su vida se extinguiera cuando llegó la noche, sin alcanzar el ansiado hospital. Nada había servido cuando definitivamente, aquel 26 de septiembre, llegó a la patria de los hombres de luces que brillan allí arriba. Es posible, como apunta Ramón Vila, su amigo del alma, que las cartas estuvieran marcadas aquel día. Y también que todas aquellas secuencias estuvieran enlazadas para cumplir el adagio árabe: 'Lo que es, está escrito'.
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