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CARLOS Barral cometió el error de su vida cuando rechazó el manuscrito de Cien años de soledad, pero nadie suele recordar que Carlos Barral tuvo el acierto de su vida cuando publicó en 1969 Conversación en la Catedral, la novela de un joven escritor peruano que acababa de cumplir 33 años. Leí la novela hace muchos años, pero todavía recuerdo los nombres de muchos de los personajes y soy capaz de recitarlos de carrerilla, como si fuera la alineación de un equipo de fútbol: Zavalita, el sambo Ambrosio, el Cayo Bermúdez, la niña Teté, Queta, Popeye, el Chispas, o aquel periodista alcohólico que se llamaba Carlitos y un día caía en el delírium trémens (pasados los años, llegué a conocer a la persona real que lo había inspirado).

Yo tenía dieciocho años cuando leí por primera vez Conversación en la Catedral, y aún recuerdo la precisa cartografía de la ciudad de Lima, y la sensación, o mejor dicho, la convicción, de que con esta novela en la mano se podría reconstruir toda la ciudad, pero también toda una época -la que va de los años 40 a los 60-, como si Conversación en la Catedral tuviera la facultad de hacerle creer al lector que había vivido veinte años en Lima y conocía cada una de sus calles y sus autobuses y sus mansiones y sus burdeles. Me pregunto qué hizo Vargas Llosa para tejer una trama que funcionaba como un endiablado telar de lanzadera, ya que cambiaba una y otra vez del pasado al futuro y del futuro al pasado, y se desarrollaba a lo largo de más de veinte años de la vida limeña, y metía las narices en todas las capas sociales de la ciudad, como si esa frágil maqueta de palabras que es una novela fuera una réplica a escala verbal de Lima, y no sólo eso, sino también un prodigioso depósito municipal donde habían quedado atrapadas para siempre cientos y cientos de vidas, con sus secretos y sus humillaciones y sus escasos momentos de satisfacción. Eso es algo que sólo los más grandes novelistas han conseguido. Hay que ser Balzac, o Dickens, o Tolstoi, o Pérez Galdós para lograrlo. Y eso mismo consiguió Vargas Llosa con esa novela.

Cojo el viejo ejemplar que tengo de Conversación en la Catedral y miro algunas de las frases que tengo subrayadas. Hay una que describe "las vagas aguas del Rímac escurriéndose entre rocas color moco". Y hay otra que señala los depósitos del Ferrocarril Central que hay al lado de La Catedral, ese restaurante para pobres en el que conversan los dos protagonistas de la novela, Zavalita -el niño rico que odia a su clase social y se gana la vida como periodista de La Crónica- y el negro Ambrosio, que malvive como puede trabajando en la perrera y que años atrás había sido el chófer de la familia Zavala.

"¿En qué momento se había jodido el Perú, Zavalita?". Esta frase se repite a lo largo de la novela, con sus derivaciones y sus ramificaciones meteorológicas -"Hasta la lluvia estaba jodida"-, y muy pronto el lector tiene la sensación de que se ha quedado atrapado en una inmensa ciénaga de desidia y de fracaso colectivo. Y poco a poco se le va contagiando la rabia que sentía Vargas Llosa cuando escribió su novela, una rabia incurable -igual que epidemia de rabia que aquejaba a los perros de la ciudad- por la injusticia social y la pobreza sangrante que vivía su país, así que toda la novela se tiñe de gris, igual que el cielo de Lima o las rocas color moco del río Rímac, porque todas las vidas de los limeños parecen así, grises y feas, incluso las de los niños ricos que vivían en Miraflores y podían nadar en las playas reservadas para los de su clase, como hacía Zavalita cuando era joven y jugaba con sus hermanos Teté y Chispas.

El ejemplar que tengo de Conversación en la Catedral es del año 74. Desde su publicación, en 1969, la novela había vendido ya 70.000 ejemplares. ¡70.000 ejemplares de 1974! Compruebo ahora que el ejemplar que tengo, manoseado y amarillento, pertenecía a un amigo de la Facultad. Ahí está su firma en la página de respeto. Está claro por qué me quedé con él y nunca quise devolvérselo.

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