La esquina
José Aguilar
Yolanda no se va, se queda
¿Quedan románticos todavía en este mundo de los toros? ¿Quedan idealistas capaces de anteponer sus convicciones al utilitarismo y rentabilidad imperantes? ¿Queda algún "loco" de la cuerda de aquel Domingo González Mateos, padre de los Dominguines, que apoderó a Cagancho con sólo verle toreando en una fotografía? ¿Queda entre nuestros taurinos contemporáneos algún vestigio de aquella genialidad; alguien que sepa rescatar el verdadero talento del páramo de mediocridad donde nos desenvolvemos?... Pues si existe alguno, si aún queda algún raro ejemplar de esa especie a extinguir, que sepa que por ahí anda un torero fuera de serie que está pidiendo a gritos alguien que lo sepa comprender; alguien romántico, idealista, "loco", que se enamore de su luz y no se asuste de sus sombras, que tenga dentro la semilla de la genialidad para apreciar en lo que valen los tesoros e irregularidades del geniorer.
Ese torero, pese a lo poquísimo que torea, dejó que la impronta de su arte -de su arte y su singularísima personalidad- nos marcara a fuego el sentimiento a todos los que acudimos a verlo el pasado domingo en Sanlúcar de Barrameda. Por encima de lo que hizo -que fue mucho y bueno a pesar de las lógicas imperfecciones en quien se pone delante de los toros de higos a brevas-, nos dejó clavados en la mente la proyección de lo que puede ser, las cotas que puede alcanzar, la dimensión a la que puede proyectarse. Ese torero se llama Antonio Caro Gil y sigue siendo feliz cuando torea a su gusto, como ocurrió en Sanlúcar. Ese torero, con todos sus pros y todos sus contras, no ha dicho todavía la última palabra. Simplemente, espera un romántico, un idealista, un "loco" que crea de veras en él y lleve su nombre a los carteles. Ni más ni menos.
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