Manolo Morillo
La bandera como coartada
En la calle Cantarería de El Puerto de Santa María se respiraba, hasta el año 2011, el olor a cuero trabajado y a suela recién cosida. Era el taller de Antonio Herrera Santilario, zapatero de manos curtidas y mirada serena, que convirtió su oficio en un acto de resistencia frente a la prisa y la obsolescencia programada. Su fallecimiento dejó el vacío de su impronta personal en la ciudad, pero también un legado: la continuidad de la zapatería bajo la dirección de su hijo, Jesús Herrera, quien mantiene viva la tradición en tiempos en que lo artesanal parece condenado a desaparecer, y de Antonio Herrera, su otro hijo zapatero allá por la calle Revolera.
La zapatería, más que un negocio, era un espacio de encuentro. Allí se acudía no solo a reparar un zapato, sino a conversar, a compartir historias, a sentir que la vida podía sostenerse en lo pequeño y lo duradero. Antonio representaba esa generación de artesanos que entendían el trabajo como un vínculo con la comunidad, como un servicio que dignifica tanto al que lo ofrece como al que lo recibe.
Hoy, sin embargo, la realidad es otra. Las nuevas tecnologías, la producción en masa y el consumo rápido han relegado oficios como el de zapatero a la categoría de rareza. Se compra barato, se desecha pronto, y se olvida que detrás de cada objeto hay un saber acumulado durante siglos. La zapatería de la calle Cantarería es un recordatorio de que la artesanía no es un lujo, sino una forma de resistencia cultural frente a la uniformidad.
Los hermanos Herrera, al continuar la labor de su padre, no solo mantienen abiertos sus talleres: sostienen una memoria colectiva. Cada puntada, cada reparación, es un gesto contra el olvido, una afirmación de que todavía hay quienes creen en la durabilidad, en la belleza de lo hecho a mano, en la dignidad de los oficios humildes.
Defender las zapaterías de los Herrera es defender la identidad de El Puerto, su historia y su gente. Porque cuando desaparecen los artesanos, no solo se pierden profesiones: se deshilacha el tejido de la comunidad. Ojalá que la zapatería siga siendo faro y refugio, demostrando que, incluso en tiempos de algoritmos y consumo fugaz, aún hay espacio para la paciencia, la tradición y la memoria.
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