Análisis

Joaquín Aurioles

La estabilidad financiera de la Eurozona

El BCE advierte de un exceso de riesgo en el mercado de fondos de inversión, especialmente en los más vinculados al sector inmobiliario, y señala el peligro de sus consecuencias para el conjunto de la banca. Uno de los principales responsables es el propio BCE, que al inundar de dinero el mercado y mantener los tipos de interés excepcionalmente bajos durante años, provocó la huida de capitales a la búsqueda de mejores rentabilidades. El atractivo de la renta fija regresó con la subida de tipos para luchar contra la inflación, pero ahora la perspectiva es de rebaja de tipos y nuevos movimientos de capital, que llevan al BCE a temer por atascos de liquidez y a denunciar insuficiencia de regulación.

Observamos al BCE instalado en su función supervisora y reconocemos su decisiva contribución a la superación de los dos retos de supervivencia extrema sobrevenidos en este siglo. El primero tras la crisis financiera internacional y su decidida intervención desde 2012 en favor del euro y de las economías más perjudicadas por la crisis de deuda soberana. La segunda, tras la pandemia. Se prolongó la suspensión de las reglas de disciplina y en pleno proceso de recuperación hubo que hacer frente a la inflación provocada por la crisis de suministros y la guerra de Ucrania.

El papel del BCE en su defensa de la estabilidad frente a las perturbaciones externas ha sido indiscutible, pero es significativo que en el Informe Werner (octubre, 1970), considerado como el documento soporte del posterior proceso de unión monetaria en Europa, no figuraba la necesidad explícita de su creación. Para suplir la pérdida del tipo de cambio como arma defensiva frente a perturbaciones asimétricas transitorias, bastaría con la creación de un sistema comunitario de bancos centrales y de una autoridad fiscal independiente con capacidad para coordinar las políticas fiscales nacionales y presupuesto suficiente para levantar muros defensivos frente a las crisis.

Con la creación del BCE se fue más allá de lo previsto en materia financiera, pero en lo fiscal nos limitamos al Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que fijaba límite de déficit y deuda pública en 3% y 60% del PIB, respectivamente. Los incumplimientos y la discrecionalidad de las sanciones acreditaron su incapacidad para garantizar la estabilidad financiera, pero la crisis de 2008 y la necesidad de acudir al rescate de algunas de las economías más perjudicadas puso en evidencia el vacío en el arsenal defensivo contra las crisis.

La creación del MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad) en 2012 vino a suplir momentáneamente la carencia, de la misma forma que el Fondo NextGeneration EU (NG EU, julio, 2020) a raíz de la pandemia, pero la grieta en la arquitectura financiera de la Unión no se cierra del todo con este tipo de intervenciones. Sobre todo cuando todavía quedan importantes asuntos por aclarar, como si es preferible diluir en el territorio los efectos de las crisis mediante transferencias de renta, es decir, subvenciones; o diferirlos en el tiempo mediante préstamos. En el caso de los 140.000 millones de fondos NG EU concedidos a España se optó por la salomónica decisión del 50%.

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