Análisis

Antonio Morillo Crespo

Los curas (con mis respetos)

15 de noviembre 2025 - 03:04

Hace poco llegó a Vejer un sacerdote que decían que venía de Colombia, aunque original de África, creo que de Etiopía. Pensé que a la gente le iba a parecer extraño y, llevado de esa intuición, me atreví a tener contacto directo con él. Cuando lo vi por la calle, me acerqué y le di un beso en la mano explicándole que antes lo hacíamos con los curas, pensando siempre que esas manos tenían a Dios cuando celebraba misa. Total, que congenié con él y charlábamos de mil cosas. Me dio su amistad pero al poco tiempo se lo llevaron a otro sitio. Y hoy tenemos a otro, que (quizás exagero) no es muy comunicativo hasta el punto de que los Reyes Magos le van a regalar un teléfono nuevo pero muy sonoro.

Muchas veces pienso en lo mal que los curas lo deben pasar viviendo solos, porque la soledad es muy mala. Pienso y repienso que el Papa debería permitirles casarse, al fin y al cabo sería bueno, que la mujer no es el demonio, al revés, es un ángel. Y además los apóstoles estaban casados, por lo menos algunos. Hay quien dice que no se lo permiten, porque en caso contrario no podrían oír en confesión las cosas muy íntimas, porque después se lo filtrarían a sus respectivas. Eso es una falacia y una tontería mayúscula. Por supuesto que no se trata de volver a la España del Siglo de Oro, que según el historiador Fernández Luzón (National Geographic nº 177) las Iglesias eran un escándalo incluso con relaciones extrañas entre hombres y mujeres. Y eso hasta que el Concilio de Trento dictaminó y suprimió debidamente (1545-1563).

Os cuento... yo estuve en el Seminario de Cádiz “de San Bartolomé” nada más y nada menos que cuatro años, al cabo de los cuales me salí o me echaron. Me gustaban las niñas y se me iban los ojos detrás de ellas, incluso lo hablábamos entre compañeros íntimos. Era algo obsesivo para mí y así se lo dije al Rector en una entrevista que le pedí y me aconsejó que fuera con calma, que tiempo al tiempo. Pero sucedió que yo tenía un número de cabeza grande y algún compañero se metía conmigo tocándome en la cabeza y diciéndome que ganaba indulgencia plenaria. Así una y otra vez, hasta que un día me ofusqué y en plena comida general le tiré un vaso a la cabeza. Hiriéndole. Con tal motivo y porque yo, como he contado, lo había pedido, me echaron y me llevaron a San Felipe Neri, donde terminé mi bachillerato.

Estoy contándoles a ustedes mi vida. A lo mejor me paso, pero tampoco es tremenda la cuestión y, al fin y al cabo, me considero amigo de ustedes, los lectores de Diario de Cádiz, y como tales les cuento mi vida. Y todo esto a cuenta de mi relación con los curas, con quienes en mi parroquia me he llevado siempre muy bien. Y a este respecto he pensado y pienso que se podían poder casar. Repito la cuestión, porque es muy triste vivir solo. Así estoy yo por estar viudo, cuanto más aquel hombre cura que siempre está más solo que la una. De día, de noche y a todas horas.

Siempre he pensado que el sacerdote es un afortunado porque tiene todos los días al mismo Dios en sus manos. Y he hablado de esto con algunos amigos y están más que satisfechos y alegres con ser mensajeros del mismo Dios y con los poderes que Él les ha dado. La pena es que cada vez hay menos curas y puede ser por las razones que yo os digo. ¿Porqué un cura no puede estar casado? ¿Qué malo hay en ello? Y además puede ocurrir que un cura se enamore de un chica que va por la Iglesia y para colmo que se confiese con él a través de la mirilla. ¡Ese hombre se tiene que volver loco oyéndola, viéndola y sin poder decirle siquiera “qué bonita eres, alma mía”!

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